Vivían en una caverna, bien oculta
por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban
isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro
comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur
y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la
lengua con desabrimiento de polvo
amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo
humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos
rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por
la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde,
mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas
envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de
techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos,
no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y
apariciones de cosas malas...
Los fugitivos, Alejo Capentier, 1970.
A dog swap (1881), por Richard Norris. Óleo sobre lienzo, 120x167 cm.
En el Smithsonian American Art Museum, Washington D.C., Estados Unidos.
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