Publicado en la revista América, número 40, 30 de junio de 1945, pp 35-36.
Aquella
cuna donde Crispín dormía por entonces, era más que grande para su pequeño cuerpecito.
Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir
en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez
los pasos que daba su madre al caminar por los corredores; por el pasillo y, a
veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se
confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose
dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le
hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por
otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había
abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta se adivinaba que, acurrucado
siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por
ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba
con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre,
ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para
que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.
«El
Señor me perdone -se decía-, pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera
vivo.»
Braña La Pornacal, por Luis G. Tudela. Óleo sobre lienzo.
Con
todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado
como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y
sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de
esa grande y segura cuna que era su madre.
La
madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no
descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase
al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor
para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los
niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma;
pero en seguida, se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba,
como sólo la ausencia de «aquél» podía merecerlo.
Luego
se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.
En
otras, se olvidaba por completo de, que su hijo existía. Cualquier cosa venía a
poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los
ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras
de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando
Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a
ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino
más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e
irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se
daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.
Porque
eso sí, tenía un miedo muy grande de que, algo le sucediera a su hijo, mientras
ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse
al no poder saber nada. Acaso sufra, se decía. Acaso sé esté ahogando ahí dentro,
sin aire; o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan
cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él?
¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su
carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo
hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no. Eso se decía.
Crispín
no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito, al sentir el vacío que los
suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo
mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido
parejo y repetido que la sangre, ahí cerca, hacía al subir y bajar una hora
tras otra.
Así
iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días
que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas
las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar
sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi
quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.
Así
iba el asunto.
Sin
embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya
sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de
él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso
había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de
un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando
las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un
arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de una vez la vio
acercarse. La vio también en Crispín, su esposo, y, aunque al principio no le
fue posible reconocer la, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se
maltrataba, no dudó que ella era.
Así
pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer cualquier
cosa con uno, cuando uno está más descuidado.
Aquella
mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el
no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: Crispín, le dijo, ¿te parece bien que
vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar
con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres? Luego,
tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: te llevaré
de la mano todo el tiempo. Esto le dijo.
Abrió
la puerta para salir; pero en seguida sintió un viento frío, agachado al suelo,
como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo ¿pues
qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó
en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba
mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la
rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese
momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y
bajó a toda prisa…
Bajó
muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella el suelo estaba lejos, sin alcance…