miércoles, 15 de enero de 2014

Sobre la pasajera del San Carlos, Santa Isabel, la isla de Fernando Poo y Pérez-Reverte...

Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes de agua sucia. Se tendió la escala real y primero ella sin volver la cabeza, y luego él tocándose el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.

En la monótona existencia local, que sólo se animaba cuando algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer, o los pamues del interior violaban a una monja antes de hacerla filetes a machetazos, la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli, así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población masculina blanca se congregaba en el muelle para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara, del que procuraban no salir hasta dos días después, cuando llegaba la hora de largar amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de por medio. Todavía me parece verlos: ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento.

La pasajera del San Carlos, Arturo Pérez-Reverte, 1991.




domingo, 12 de enero de 2014

Sobre los nueve libros de la historia, Heródoto y Jorge Luis Borges...


El espacio se mide por el tiempo. El mundo era más vasto entonces que ahora, pero Heródoto se echó a andar unos quinientos años antes de la era cristiana. Sus pasos lo llevaron a Tesalia y a la dilatada estepa de los escitas. Costeó el Mar Negro hasta el estuario del río Dnieper. Emprendió el arduo y peligroso viaje entre Sarolis y Susa, la capital de Persia. Visitó a Babilonia y a la Cólquida, que había sido la meta de Jasón. Estuvo en Grasa. De isla en isla exploró el Archipiélago. En el Egipto conversó con los sacerdotes del templo de Hephaistos. Para Heródoto las divinidades eran las mismas pero los nombres cambiaban en cada lengua. Remontó el sagrado curso del Nilo, acaso hasta la primera catarata. Curiosamente imaginó que el Danubio era como la antistrofa del Nilo, su correspondencia a la inversa. Vio en el campo de batalla las calaveras de los persas derrotados por Inaro. Vio las aún jóvenes esfinges. Griego, profesó el amor del Egipto, «que es entre todas las regiones maravillosa». Sintió en esa región el antiguo paso del tiempo; nos habla de trescientas cuarenta y una generaciones de hombres y de sus sacerdotes y reyes. Atribuyó a las egipcios la división del año en doce meses gobernados por doce dioses.

Le tocó en suerte el siglo de Pericles, que conmemoraría Voltaire.

Fue amigo de Sófocles y de Gorgia.

Cicerón, que no ignoraba que en griego la palabra historia quiere decir investigación y verificación, lo apodó el Padre de la Historia. En el más venturoso de sus ensayos, publicado a principios de 1842, De Quincey lo celebra con el entusiasmo y con la frescura que hoy es de uso aplicar a los escritores contemporáneos, no a los antiguos. Lo considera el primer enciclopedista y el primer etnólogo y geógrafo. Lo apoda el Padre de la Prosa que, según Coleridge, debió asombrar más a la gente que la poesía, que en todas las literaturas es anterior.

En el ensayo precitado, De Quincey habla de los Nueve Libros como un Thesaurus gabularum.



El imperio persa sobre 500 aC, según William Shepherd en su Historical Atlas, 1923.

jueves, 9 de enero de 2014

Sobre Persépolis, viajes con Heródoto y Kapuscinski...

Cada vez que contempla uno ciudades, templos, palacios ya muertos, se pregunta por la suerte que corrieron sus constructores. Por su dolor, sus columnas vertebrales rotas, por los ojos que saltaron de sus cuencas al recibir el impacto de una esquirla, por su reumatismo. Por su vida desgraciada. Su sufrimiento. Y entonces surge la siguiente pregunta: ¿podrían existir tamañas maravillas sin ese sufrimiento ¿Sin el látigo del vigilante? ¿Sin ese miedo que anida en el esclavo? ¿Sin esa soberbia que anida en el soberano? En una palabra, ¿no habrá sido el gran arte del pasado obra de lo que el hombre tiene de malo y negativo? Y al mismo tiempo, ¿no lo habrá creado su convicción de que lo negativo y lo débil que lleva dentro puede ser vencido sólo por lo bello, sólo por el esfuerzo y la voluntad de crearlo? ¿Y de que lo único que no cambia nunca es la forma de la belleza? ¿Y de la necesidad de ella que vive en nosotros?

Viajes con Heródoto, Ryszard Kapuscinski, 2007.



Persépolis a vista de pájaro (1884), según el francés Charles Chipiez (1835-1901).