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miércoles, 23 de abril de 2014

García Márquez, asombro por Juan Rulfo...

El descubrimiento de Juan Rulfo -como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de la muerte, el 2 de julio de 1961, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Yo vivía en un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo.

Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación.



Pelea de gallos, mosaico romano en las ruinas de Pompeya.


Yo tenía 32 años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera; acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La mala hora, que fue publicada por la editorial Era, poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los funerales de la mamá grande. De modo que era yo un escritor con cinco libros clandestinos, pero mi problema no era ése, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso, sino para que mis amigos me quisieran más y eso creía haberlo conseguido.

Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocí bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino y, sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos, no me consideraba agotado; al contrario, sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ''Lea esa vaina, carajo, para que aprenda''; era Pedro Páramo.

Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura; nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas y el asombro permaneció intacto; mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel; el resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos, podía recitar el libro completo al derecho y al revés sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.

Más tarde, Carlos Velo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer con ellos una revisión crítica de la primera adaptación del Pedro Páramo para el cine. Había dos problemas esenciales: el primero, era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo un nombre se parece en algún modo a quien lo lleva y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco; lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros; aún me parecía imposible y me sigue pareciendo, encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.

Lo malo de esos preciosos escrutinios es que las cerrazones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo, y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético -y Pedro Páramo lo es, en su más alto grado- los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico; más aún, en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una confusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores; hay escritores que no se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si se corresponden al lugar o a la estación, de modo que no es raro encontrar buenos libros donde florecen geranios en las playas y tulipanes en la nieve. En el Pedro Páramo donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas, nadie puede saber en realidad cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo; ahora quiero decir, también, que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez; no son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles.


Texto leído por Gabriel García Márquez el jueves 18 de septiembre de 2003, fecha en que se cumplió
el cincuentenario de la primera edición de El Llano en Llamas, en el programa radiofónico De 1 a 3.


domingo, 9 de marzo de 2014

La vida no es muy seria en sus cosas... (un relato inédito escrito por Juan Rulfo en 1945)


Publicado en la revista América, número 40, 30 de junio de 1945, pp 35-36.

Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces, era más que grande para su pequeño cuerpecito. Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores; por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.

Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.

«El Señor me perdone -se decía-, pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.»



Braña La Pornacal, por Luis G. Tudela. Óleo sobre lienzo.


Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.

La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida, se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de «aquél» podía merecerlo.

Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.

En otras, se olvidaba por completo de, que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.

Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que, algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. Acaso sufra, se decía. Acaso sé esté ahogando ahí dentro, sin aire; o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no. Eso se decía.
           
Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito, al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre, ahí cerca, hacía al subir y bajar una hora tras otra.

Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.

Así iba el asunto.

Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también en Crispín, su esposo, y, aunque al principio no le fue posible reconocer la, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era.

Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer cualquier cosa con uno, cuando uno está más descuidado.

Aquella mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres? Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: te llevaré de la mano todo el tiempo. Esto le dijo.

Abrió la puerta para salir; pero en seguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa…

Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella el suelo estaba lejos, sin alcance…


miércoles, 15 de enero de 2014

Sobre la pasajera del San Carlos, Santa Isabel, la isla de Fernando Poo y Pérez-Reverte...

Una mañana, con el sol reverberando en la rada de Santa Isabel como un círculo de plata, echamos el ancla con el estrépito de cadenas y las maniobras de rigor mientras harapientos negros en calzón corto afirmaban las estachas chorreantes de agua sucia. Se tendió la escala real y primero ella sin volver la cabeza, y luego él tocándose el ala del sombrero, desembarcaron sin más ceremonia y salieron de nuestras vidas.

En la monótona existencia local, que sólo se animaba cuando algún plantador se volvía majara y le pegaba un tiro a su mujer, o los pamues del interior violaban a una monja antes de hacerla filetes a machetazos, la llegada mensual del San Carlos era fiesta de precepto en el calendario local. Mi barco era el único vínculo que en aquel tiempo unía a los colonos con la metrópoli, así que la arribada rozaba el acontecimiento. La mayor parte de la población masculina blanca se congregaba en el muelle para asistir a la maniobra de atraque, ver qué novedades deparaba la lista de pasaje, y subir después a bordo para instalarse en el confortable, ventilado y bien provisto bar de la cámara, del que procuraban no salir hasta dos días después, cuando llegaba la hora de largar amarras. Entonces se agrupaban todos de nuevo en el muelle para agitar pañuelos y envidiar la suerte de quienes ponían agua de por medio. Todavía me parece verlos: ruidosos, maledicentes y malhumorados, despotricando de los negros, del meapilas del gobernador y de los precios del cacao, enflaquecidos por las fiebres o grasientos y sudorosos, con sus camisas blancas o caquis pegadas al cuerpo por la transpiración, y trasegando alcohol como si les fuera la vida en ello. Deshechos por el calor, la cirrosis, la gonorrea y el aburrimiento.

La pasajera del San Carlos, Arturo Pérez-Reverte, 1991.




domingo, 12 de enero de 2014

Sobre los nueve libros de la historia, Heródoto y Jorge Luis Borges...


El espacio se mide por el tiempo. El mundo era más vasto entonces que ahora, pero Heródoto se echó a andar unos quinientos años antes de la era cristiana. Sus pasos lo llevaron a Tesalia y a la dilatada estepa de los escitas. Costeó el Mar Negro hasta el estuario del río Dnieper. Emprendió el arduo y peligroso viaje entre Sarolis y Susa, la capital de Persia. Visitó a Babilonia y a la Cólquida, que había sido la meta de Jasón. Estuvo en Grasa. De isla en isla exploró el Archipiélago. En el Egipto conversó con los sacerdotes del templo de Hephaistos. Para Heródoto las divinidades eran las mismas pero los nombres cambiaban en cada lengua. Remontó el sagrado curso del Nilo, acaso hasta la primera catarata. Curiosamente imaginó que el Danubio era como la antistrofa del Nilo, su correspondencia a la inversa. Vio en el campo de batalla las calaveras de los persas derrotados por Inaro. Vio las aún jóvenes esfinges. Griego, profesó el amor del Egipto, «que es entre todas las regiones maravillosa». Sintió en esa región el antiguo paso del tiempo; nos habla de trescientas cuarenta y una generaciones de hombres y de sus sacerdotes y reyes. Atribuyó a las egipcios la división del año en doce meses gobernados por doce dioses.

Le tocó en suerte el siglo de Pericles, que conmemoraría Voltaire.

Fue amigo de Sófocles y de Gorgia.

Cicerón, que no ignoraba que en griego la palabra historia quiere decir investigación y verificación, lo apodó el Padre de la Historia. En el más venturoso de sus ensayos, publicado a principios de 1842, De Quincey lo celebra con el entusiasmo y con la frescura que hoy es de uso aplicar a los escritores contemporáneos, no a los antiguos. Lo considera el primer enciclopedista y el primer etnólogo y geógrafo. Lo apoda el Padre de la Prosa que, según Coleridge, debió asombrar más a la gente que la poesía, que en todas las literaturas es anterior.

En el ensayo precitado, De Quincey habla de los Nueve Libros como un Thesaurus gabularum.



El imperio persa sobre 500 aC, según William Shepherd en su Historical Atlas, 1923.

jueves, 9 de enero de 2014

Sobre Persépolis, viajes con Heródoto y Kapuscinski...

Cada vez que contempla uno ciudades, templos, palacios ya muertos, se pregunta por la suerte que corrieron sus constructores. Por su dolor, sus columnas vertebrales rotas, por los ojos que saltaron de sus cuencas al recibir el impacto de una esquirla, por su reumatismo. Por su vida desgraciada. Su sufrimiento. Y entonces surge la siguiente pregunta: ¿podrían existir tamañas maravillas sin ese sufrimiento ¿Sin el látigo del vigilante? ¿Sin ese miedo que anida en el esclavo? ¿Sin esa soberbia que anida en el soberano? En una palabra, ¿no habrá sido el gran arte del pasado obra de lo que el hombre tiene de malo y negativo? Y al mismo tiempo, ¿no lo habrá creado su convicción de que lo negativo y lo débil que lleva dentro puede ser vencido sólo por lo bello, sólo por el esfuerzo y la voluntad de crearlo? ¿Y de que lo único que no cambia nunca es la forma de la belleza? ¿Y de la necesidad de ella que vive en nosotros?

Viajes con Heródoto, Ryszard Kapuscinski, 2007.



Persépolis a vista de pájaro (1884), según el francés Charles Chipiez (1835-1901).

lunes, 16 de diciembre de 2013

De cien años de soledad, García Márquez y Balo Pulido...

            Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.

            La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez, 1967.



Cien años de soledad (2012), por Balo Pulido. Óleo sobre tela, 160x160 cm. Colección del autor.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Sobre los fugitivos, Alejo Carpentier, Perro y Cimarrón...

Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas...

Los fugitivos, Alejo Capentier, 1970.



A dog swap (1881), por Richard Norris. Óleo sobre lienzo, 120x167 cm.
En el Smithsonian American Art Museum, Washington D.C., Estados Unidos.

lunes, 2 de diciembre de 2013

De amor portátil, Kalman Barsy y el Malecón habanero de Arocha Hunjan...

            Un sol desfalleciente caía sobre las soledades infinitas de la pampa de altura. Allí a lo lejos se veía el camino recorrido, serpenteando hasta perderse enlo profundo de un valle de casitas minúsculas, cortado en dos a esa hora del atardecer por la sombra colosal de las montañas. En el camión, que parecía un barco navegando en aquella inmensidad, reinaba un ambiente de fiesta. Una botella de pisco circulaba de mano en mano y Tulio estaba repartiendo los volantes de promoción impresos den Pixotejoana. El texto no tenía importancia porque de todos modos los cholos no sabían leer, pero contaban con la desvaíada foto de la Marylin ─sobreinflada y con el mohín de los labios convertido en borrón de imprenta─ para inflamar el deseo de los pasajeros. Las mujeres, con sus guaguas a la espalda y sus críos mocurrientos agarrados de sus polleras, se habían replegado hacia una esquina de la caja del camión y desde allí lanzaban ladinas miradas contra los dos extranjeros.

Amor portátil, Kalman Barsy, 1989.



Malecón habanero, por Alain Arocha Hunjan. 76x61 cm. Colección particular.

martes, 26 de noviembre de 2013

Sobre Jorge Luis Borges y el inmortal en El Aleph...

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

El inmortal, Jorge Luis Borges, 1947.



Retrato de Jorge Luis Borges, por Beti Alonso.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Sobre un campeón desparejo, David Burliuk y Adolfo Bioy Casares...


            Frente a la casa de Ercilia no había lugar, de modo que debió dejar el coche en la otra cuadra. Un grupo de chiquilines jugaba al fútbol en medio de la calle. Desde Racing llegaba el clamor de los espectadores del partido contra Huracán. Antes de alejarse, miró a su Rambler y mentalmente le dijo: "Cuídate". No sólo peligraba por los pelotazos del fútbol callejero; en aquella época no era raro que a la salida de un partido los aficionados destrozaran lo que encontraban a su paso. Como tantas veces antes de empezar una visita, se dijo: "Va a ser corta". En Racing ya debían de estar jugando el segundo tiempo.
          ... ...
          Apurado, saludó y se fue.
        "Se diría que todo sigue igual", pensó. "En la otra cuadra todavía los chicos juegan al fútbol. Qué raro, de lejos parecen más grandes." No bien formuló la observación, comprendió: los que jugaban, o corrían, allá adelante, no eran chicos. Eran hombres, cuatro o cinco hombres y un chico. No jugaban al fútbol. Ahora zamarreaban al Rambler, como si quisieran volcarlo. Mientras corría se dijo: "Calma. Nada de peleas", y también: "El que me pareció un chico es un enano. Un enano y cuatro muchachones".

Un campeón desparejo, Adolfo Bioy Casares, 1993.



Don Quixote y Sancho Panza (1947), por David Burliuk. Oóleo sobre lienzo, 9x9 in. Colección particular.

domingo, 27 de octubre de 2013

Sobre Sharaya, Alvaro Mutis y Cristobal Rojas...

Sharaya, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí recibía las escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greñas por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscuros e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las gentes del lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mundano y dueño de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y más vastos dominios en su tarea de meditación al pie del camino.

A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conocía como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de los años.

Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconocían como reveladora de la luminosa y total percepción de los más hondos secretos del ser.

Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.


Sharaya, El último rostro, Alvaro Mutis, 1990.



Mimosa o Silla con flores (1890), por Cristobal Rojas. Óleo sobre tela, 33,7x24,6 cm.
Galería de Arte Nacional en Caracas, Venezuela.

viernes, 18 de octubre de 2013

Sobre Manuel Alcorlo, Juan de Mairena y Antonio Machado...

La política, señores ─sigue hablando Mairena─, es una actividad importantísima… Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala que hacen trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que la hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa; por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos.

Y a quien os eche en cara vuestros pocos años bien podéis responderle que la política no ha de ser, necesariamente, cosa de viejos. Hay movimientos políticos que tienen su punto de arranque en una justificada rebelión de menores contra la inepcia de los sedicentes padres de la patria. Esta política, vista desde el barullo juvenil, puede parecer demasiado revolucionaria, siendo, en el fondo, perfectamente conservadora. Hasta las madres -¿hay algo más conservador que una madre?- pudieran aconsejarla con estas o parecidas palabras: “Toma el volante, niño, porque estoy viendo que tu papá nos va a estrellar a todos -de una vez- en la cuneta del camino”.

Juan de Mairena: sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, Antonio Machado, 1936.



Machado (2013), por Manuel Alcorlo. Óleo sobre tabla, 81x100 cm. Galería Van Dyck (Gijón).

jueves, 10 de octubre de 2013

Sobre la vida de las mujeres, Alice Munro, Oriente y Justo San Felices...

            Cuando vivíamos en aquella casa del final de Flats Road, y antes de que mi madre aprendiera a conducir, solíamos ir juntas a la ciudad andando; la ciudad era Jubilee, a un kilómetro y medio de distancia. Mientras ella cerraba la puerta con llave, yo tenía que correr hacia la verja y mirar a ambos lados de la carretera, parar asegurarme de que no venía nadie. ¿Quién podía estar en esa carretera, aparte del lechero y de tío Benny? En cuanto hacía un gesto de negación, ella escondía la llave debajo del segundo poste del porche, donde se había podrido la madera dejando un pequeño hueco. Creía en los robos.

            Dando la espalda al pantano de Grenoch, al río Wawanash y a unas colinas lejanas, peladas y boscosas a la vez, que, a pesar de haber estudiado los accidentes geográficos, cría que eran el fin del fundo, enfilábamos Flats Road, que por ese extremo era poco más de dos surcos separados por una vigorosa franja de llantén y pamplina.

(“La vida de las mujeres”, Alice Munro, 1971)



Oriente, por Justo San Felices. 50x55 cm, acuarela sobre papel. En Galería Van Dyck (Gijón).

miércoles, 2 de octubre de 2013

Sobre Evaristo Valle, republicanos, fartones y el péritu...

            Acababa de celebrarse en Gijón, con éxito rotundo, una exposición de varios cuadritos serios, y, como el eco de mi triunfo había llegado hasta el mencionado pueblo, su intelectuales ─porque en todas partes hay personas que creen serlo e incluso que algunas veces lo son─, tan pronto pisé tan amable y bello lugar, me saludaron con loa y me obsequiaron con una espléndida fabada. Ya en los postres de la misma, y después de los inevitables y poéticos brindis, hablaron unos y otros, y discutieron acaloradamente sobre pintura, y yo escuché con muchísima atención sus contradictorios juicios, porque siempre me ha parecido que de cualquiera se puede aprender.

            Asistieron el alcalde y el secretario, el párroco, el boticario, el médico y el jefe del partido político contrario al alcalde. Este último, en un aparte, me comentó: “Aquí me tiene usted entre estos fartones, porque la república también sabe cerrar sus ojos para reverenciar el arte”; afirmación que me dejó pasmado.

("Recuerdos de la vida del pintor", Evaristo Valle, 2000)



El péritu (h. 1945), por Evaristo Valle. Óleo sobre lienzo, 99x90 cm.
Colección Pedro Masaveu, en el Museo de Bellas Artes de Asturias.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Sobre El Llano en llamas, diles que no me maten...

            Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba: Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

(Diles que no me maten, “El Llano en llamas”, Juan Rulfo, 1953)



El Llano en llamas (Juan Rulfo), por Balo Pulido, 80x120 cm, acrílico sobre MDF.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Sobre el héroe discreto, Vargas Llosa, Pelayo Ortega y el sembrador...

            Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algunas con velitas prendidas y otras con adornos que incluían rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa, por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los barrios la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no hacía brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, desenamorarse o provocar la mala suerte, o esos chamanes de Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambullían en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles un centavo. Aunque, si éstos insistían, acabara por guardarse el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Adelaida. No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni parientes; siempre andaba sola, pero ella.


(“El héroe discreto”, Mario Vargas Llosa, 2013)



El sembrador (2012-2013), por Pelayo Ortega. Óleo sobre lienzo. Galería Marlborough, Madrid.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Sobre Onetti y la isla de Latorre, cuando ya no importe...

            Yo pude y una tarde falté a la cita no pactada y estuve ayudando a que el sol enrojecido buscara escondite detrás de la isla de Latorre. Dicen que era o fue refugio o cuartel general de contrabandistas tal vez fantasmas o simplemente fantasmas. Dicen que los que se acercaron a su luz engañosa no volvieron.

          La isla de Latorre siempre conservó su misterio y no seré yo quien lo estropee. Si alguna vez existió un fundador y propietario, los mismos viejos que dicen haber vivido aquella gran inundación que bajó desde Brasil coinciden en sus visiones. Latorre era o había sido obeso, blancuzco, amadamado, tímido y bondadoso.

          Pero no, esto no vale. La verdad es que sigo apartado de Díaz Grey y su entorno. Que me alimento con comidas enlatadas que pocas veces pongo a calentar, que algunos dolores soportables relampaguean de vez en cuando por mi vientre, que bebo un vino muy fuerte y casi negro. Y que sigo escribiendo.

(“Cuando ya no importe”, Juan Carlos Onetti, 1993)



Oak Island wildlife area, por Bill Sharp, tinta y acuarela sobre Moleskine.

sábado, 17 de agosto de 2013

Sobre parte de una historia, o Aldecoa en La Graciosa...

            Ayer, a la caída de la tarde, cuando el gran acantilado es de cinabrio, he vuelto a la isla. Las cabezas de los cazones y sus entrañas yacían en las rocas cercanas al muelle, arrojadas al creciente de la marea. Las gaviotas abatían sobre los despojos. Los hijos de Roque y otros muchachos pulpeaban con máscaras de buceo, y en el grao de La Caleta se confundían, por las sucias haldas del agua, gallinas y pájaros de la mar en sociedad apacible. Una mujer en cuclillas extendía un estático cardumen de pejeverdes en el picón del secadero, y el ala baja y ancha de su sombrerillo de pleita me impidió verle el rostro. El molino de gofio, sin velas, como un gigantesco esqueleto de reloj, alzaba sus engranajes y estructura hexagonal por cima del caserío. El rebaño de camellos se perfilaba en las dunas volviendo de los matos pastizos de la llanía.

(“Parte de una historia”, Ignacio Aldecoa, 1967)



El pescador griego, por Nelson Sandgren, óleo sobre tabla. Colección particular.

miércoles, 31 de julio de 2013

Sobre el Aventurero Vivar y la oreja de Jenkins...

            ─Decidme, señor Vivar… ¿creéis que tenemos alguna posibilidad? A tenor de las noticias que me llegan de La Habana, el inglés Vernon se dirige hacia esta ciudad con un número de tropas tal que resulta difícil concebirlas. Más de cien navíos. Más de veinte millares de hombres armados. Y para oponer a tal fuerza solo cuento con seis bajeles menguados de almas, unos pocos castillos ruinosos y un virrey que no confía en mí. ¿Qué opináis?

            ─Mi señor general… poco o nada entiendo yo de estrategias, de batallas, de tropas y de números. Sin embargo, lo que creo es que el inglés no tomará esta plaza mientras queden en ella hombres resueltos que la defiendan como es debido. Aunque, en estos tiempos de duda y calamidad, encontrar hombres de tal carácter es buscar pan de trastrigo.

("El Aventurero Vivar", David López, 2013)



Ataque británico en Cartagena de Indias en 1741.
Óleo sobre lienzo, 50x70 cm, por Luis Fernández Gordillo en 1937.
Copia de una litografía de los Episodios marítimos, publicada en Madrid en 1849.
Museo Naval de Madrid.  Núm. de catálogo: 4144.


El 15 de marzo de 1741 se presentó ante Cartagena de Indias una flota británica de 36 navíos y 100 mercaderes, al mando del almirante Edward Vernon, que transportaba el ejército del general Wentworth, con intención de apoderarse de la plaza. La defensa estaba a cargo de Sebastián de Eslava y en la bahía se encontraba una escuadra de navíos al mando de Blas de Lezo, comandante general del apostadero de Marina. Habiendo forzado el paso de Boca Chica defendido por los navíos de Lezo —hecho que reproduce el óleo—, los ingleses atacaron la ciudad por tierra y mar, siendo rechazados con pérdida considerable. Las mismas fuerzas británicas tuvieron idéntico resultado en su intento de apoderarse de Santiago de Cuba (20 de noviembre de 1741).

viernes, 14 de junio de 2013

Sobre consiliencia, Edward O. Wilson y la unidad del conocimiento...


          "Sin los instrumentos y el saber acumulado de las ciencias naturales, los seres humanos están atrapados en una prisión cognitiva. Son como peces inteligentes que nacen en un estanque profundo y oscuro. Curiosos e inquietos, deseando salir, piensan en el mundo exterior. Inventan ingeniosas especulaciones y mitos sobre el origen de las aguas que los confinan, del sol y las estrellas que hay arriba, y del significado de su propia existencia. Pero se equivocan, siempre se equivocan, porque el mundo es demasiado ajeno a la experiencia ordinaria para ser siquiera imaginado."

("Consiliencia", Edward O. Wilson, 1998)


 Fish painting, por Nancy Easun, óleo sobre lienzo, 122 x 137 cm. Colección particular.