Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y
volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas
telarañas que caían del techo, las añosas estanterías
con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las
cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas
e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas,
beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algunas
con velitas prendidas y otras con adornos que incluían
rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas
imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el
cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le
pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa,
por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los barrios
la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los
churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no hacía
brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de
La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, desenamorarse
o provocar la mala suerte, o esos chamanes de
Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambullían
en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban
para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era
una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez
en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles
un centavo. Aunque, si éstos insistían, acabara por guardarse
el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los
hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por
la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Adelaida.
No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban
pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni
parientes; siempre andaba sola, pero ella.
(“El héroe discreto”, Mario Vargas Llosa, 2013)
El sembrador (2012-2013), por Pelayo Ortega. Óleo sobre lienzo. Galería Marlborough, Madrid.
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