Mostrando entradas con la etiqueta Colapso. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Colapso. Mostrar todas las entradas

viernes, 24 de agosto de 2012

Sobre el envejecimiento de la población y la democratización de la supervivencia...

          Ayer publicaba el diario La Nueva España una interesante entrevista con Rafael Puyol, catedrático de Geografía Humana, que viene de participar en los cursos de La Granda con una ponencia titulada "¿Cuántos seremos?, ¿cómo seremos? y ¿cuánto viviremos?". En ella, el también ex rector de la Universidad Complutense de Madrid, respondía de manera bastante ajustada a la población potencial en 2050: 9.100.000.000 individuos, unos dos mil millones más que en la actualidad, aunque no hace ni medio siglo todos los factores hacían predecir unos 12.000.000.000.

          Apunta Puyol dos causas fundamentales para esa ralentización del crecimiento poblacional. La primera es la caída de la natalidad, que nos situa por debajo de la fecundidad de reemplazo, es decir, por debajo del umbral que permite la renovación de las generaciones, excepción hecha de algunos países subsaharianos. La segunda es un aumento no previsto de la mortalidad, principalmente por la epidemia del VIH  y en casi esos mismos paises subsaharianos.



Study of the head of an old man, 1610-1615 por Peter Paul Rubens, en el Kunsthistorisches Museum de Viena.



          Seremos más octogenarios y urbanos (en España la media entre las mujeres alcanza los 85 años y entre los hombres los 80, y el éxodo desde los pueblos hacia las ciudades es meridiano) y el envejecimiento se convierte en un fenómeno positivo consecuencia de la conquista social, pero que tiene consecuencias económicas, como el aumento del número de pensionistas, sociales y sanitarias. Todo ello, en palabras de Puyol, va a requerir medidas políticas y otras acciones, porque si no, en la próxima década, cuando nuestro país el envejecimiento alcance proporciones preocupantes, el asunto desembocará en conflicto social.

          De forma más general, definimos el envejecimiento demográfico como un cambio en la estructura de edad de una población, consistente en un aumento del porcentaje de personas por encima de 65 años (umbral aceptado aunque ciertamente arbitrario) respecto del conjunto. En España esta cifra alcanzaba, en 2011, el 17% y las proyecciones advierten de que a mediados del siglo en curso uno de cada tres españoles superará ese umbral.

Las causas de este proceso son bien sencillas: una menor fecundidad disminuye la cifra de niños y aumenta el peso relativo de los mayores; y una menor mortalidad lleva a más personas de cada cohorte a ese umbral, nueve de cada diez nacidos, cuando a principios del siglo XX no llegaban ni tres. Se viene produciendo, por tanto, una democratización de la supervivencia. Además, los que llegan viven más tiempo. Se ganan años a la muerte. Inexcusablemente, más gente en la vejez tiene consecuencias demográficas en el ámbito individual, social y en el sistema de protección social. 

Los demógrafos aun debaten sobre si se vive más porque se vive mejor, o se vive más porque las enfermedades ya no matan como antes, merced, entre otros factores, al avance médico. Parece evidente que cuando se envejece, las tasas de morbilidad y discapacidad aumentan considerablemente. Si la edad de aparición de enfermedades y el inicio de la discapacidad se retrasan hacia el momento de la muerte, se vive mejor y se ganan años de buena salud. 

Sin embargo, una parte del tiempo ganado se vive con mala salud. Hemos cambiado mortalidad por morbilidad, que suele ir asociada a enfermedades crónicas y degenerativas. La mala salud también se relaciona con problemas de discapacidad, que muchas veces deriva en dependencia y el envejecimiento supone la emergencia de los cuidados de larga duración. 

Por todo ello,  aumenta el número de generaciones de la misma familia viviendo simultáneamente. Nuestros mayores actuales tuvieron muchos hijos, pertenecientes a la generación del baby boom (los nacidos entre 1957 y 1977), que han sido y siguen siendo fundamentales en el cuidado. Pero debido al menor tamaño medio familiar (consecuencia de una baja fecundidad), un incremento de divorcios y de familias sin hijos, se debilita el potencial de cuidado familiar para futuros dependientes, a la vez que aumenta la carga para los cuidadores, mayoritariamente mujeres de edad intermedia. Por otra parte, una mayor convivencia y contacto intergeneracional permite más relaciones verticales dentro de la familia, abuelos-padres-hijos, una mayor cooperación, más oportunidades y mayores transferencias intergeneracionales. Destaca el hecho de ver abuelos en papeles tradicionales femeninos, como en el cuidado de nietos. 

El envejecimiento de la población obliga a ser eficientes y equitativos en el reparto de beneficios sociales. El horizonte cronológico de cada individuo se ha extendido. Ello ha permitido repartir tiempos a lo largo del curso de la vida; de hecho, los jóvenes pueden pasar más tiempo formándose; los mayores disponen de más tiempo para actividades, nuevas y viejas; y es razonable repartir algo de los años ganados entre los adultos, por ejemplo, ampliando su vida laboral.

Vidas más largas suponen un éxito del progreso, pero requieren financiación. Hasta ahora, contribuciones del trabajo e impuestos han mantenido nuestro sistema de protección social. El envejecimiento tensiona el equilibrio del sistema al aumentar notablemente el gasto en los importantes capítulos de pensiones, sanidad y dependencia, aunque el gasto sanitario tiene otras razones para su incremento. El envejecimiento, por ser una tendencia de fondo y de duración ilimitada, requiere un sistema de protección estable; pero si coincide con una crisis de empleo, la presión es insostenible, se magnifican las consecuencias negativas. Esto exige tomar medidas que hagan desaparecer las tensiones: políticas de empleo, mayor productividad por trabajador, pero también requiere a corto plazo o bien revisar la cartera de servicios (qué protegemos y qué deberíamos proteger), o bien incrementar los ingresos del sistema. Quizá ambas cosas.

          Quien desee profundizar en cómo los retos del futuro cambiarán nuestra forma de vivir y trabajar, puede hacerlo leyendo El mundo en 2050 (Debate, 2011), obra de Laurence C. Smith en la que este catedrático y profesor de UCLA examina las cuatro fuerzas que determinaran el futuro de la civilización, entre ellas la sobrepoblación. También se puede recomendar 2020, Un nuevo paradigma (Tendencias, 2009), en la que Robert J. Shapiro también analiza el problema poblacional como parte de la globalización.


viernes, 27 de julio de 2012

Sobre la extinción de las especies, Leakey, Lewin, los hermanos Ehrlinch y el dodo de la isla Mauricio...

Antes de leer Extinction: The causes and consequences of the disappearance of species, de los hermanos Anne y Paul Ehrlinch,  y La sexta extinción: El futuro de la vida y de la humanidad, coescrita por Richard Leakey y Roger Lewin, libros que esperan pacientes su turno para este verano, 31 y 17 años respectivamente después de sus ediciones originales, reflexiono sobre lo observado durante muchos años al respecto de la biodiversidad y sobre lo que algunos de mis ocasionales interlocutores suelen responder a la evidencia de la extinción de las especies, mostrando lo que me permito catalogar como las tres fases de la negación, expresión que tomo prestada del entomólogo Edward O. Wilson. Nos encontramos en un mundo en el que las especies se están extinguiendo a un ritmo mayor del que permite su sustitución mediante procesos naturales y, realmente, nadie puede predecir a donde conduce esta situación, pero el empobrecimiento de la naturaleza implica que a esta cada vez le cuesta más trabajo ofrecernos servicios gratuitos a los que estamos acostumbrados, como la depuración del aire y el agua, los alimentos, el reciclaje de desperdicios, la protección de las cosechas frente a las plagas, la nutrición de los suelos o, por ejemplo, la belleza de los pájaros y las mariposas…




La reconstitution du dodo par l'atelier du professeur Émile Oustalet (1903), oleo sobre tabla por Henry Coeylas.
Detalle de la pintura expuesta en el Muséum National d’Histoire Naturelle de París.



La primera fase de la negación es sencilla: ¿por qué preocuparse? La extinción es natural y las especies han estado extinguiéndose durante más de 3.000 millones de años de la historia de la vida sin que ello haya supuesto un daño permanente para la biosfera. La extinción siempre ha sustituido a las especies extintas con otras nuevas.

Todas estas afirmaciones son ciertas, pero con una terrible peculiaridad. Después del espasmo del Mesozoico, y después de cada una de las cuatro convulsiones previas espaciadas a los largo de los 350 millones de años anteriores, la evolución necesitó unos 10 millones de años para restaurar los niveles de biodiversidad previos al desastre. Ante un tiempo de espera tan largo, y conscientes de que infligimos tanto daño a lo largo de una sola vida, nuestros descendientes podrán sentirse, por decirlo de algún modo, resentidos.

Entrando en la segunda fase de la negación, la gente suele preguntar: ¿y por qué necesitamos tantas especies? ¿Por qué preocuparse, puesto que la gran mayoría son bichos, malas hierbas y hongos? Es fácil desechar a los bichejos rastreros y molestos del mundo, olvidando que hace menos de un siglo, antes del auge actual del movimiento conservacionista, las aves y los mamíferos nativos en todo el mundo eran tratados con la misma negligente indiferencia. Ahora, el valor de los pequeños seres en el mundo natural se ha constatado de manera convincente. Recientes estudios experimentales de ecosistemas completos apoyan lo que los ecólogos veníamos sospechando tiempo atrás: cuantas más especies viven en un ecosistema, mayor es su productividad y mayor es su capacidad de soportar la sequía y otros tipos de estrés ambiental. Puesto que dependemos de ecosistemas funcionales para limpiar el agua, enriquecer el suelo y crear el aire mismo que respiramos, la biodiversidad es claramente algo que no se puede desechar tan a la ligera.

Cada especie es una obra maestra de la evolución y ofrece una enorme cantidad de conocimiento científico útil por estar tan completamente adaptada al ambiente en el que vive. Las especies que viven hoy tienen millones de años de antigüedad. Sus genes, al haber estado probados por la adversidad después de tantísimas generaciones, manipulan un conjunto asombrosamente complejo de dispositivos bioquímicos que ayudan a la supervivencia y la reproducción de los organismos que los poseen.

Esta es la razón por la que, además de crear un ambiente habitable para la humanidad, las especies salvajes son el origen de productos que ayudan a mejorar nuestra vida, por ejemplo los productos farmacéuticos, de los que más de un 40% se elaboran de sustancias extraídas originalmente de plantas, animales, hongos y microrganismos. La aspirina, el medicamente más utilizado en el mundo, se extrajo del ácido salicílico, que a su vez se descubrió en una especie de reina de los prados. Pero sólo una fracción de las especies (probablemente inferior al 1%) ha sido analizada en la búsqueda de elementos naturales que pudiesen servir como medicinas. Existe una necesidad crítica y apremiante de encontrar nuevos antibióticos y agentes contra la malaria. Las sustancias que se usan más comúnmente en la actualidad se vuelven cada vez más ineficaces a medida que los organismos causantes de las enfermedades adquieren resistencia genética frente a ellas. Por ejemplo, una bacteria universal, el estafilococo, ha reaparecido recientemente como un agente potencialmente patógeno, y el microrganismo que produce la neumonía se está haciendo progresivamente más peligroso. Los investigadores médicos están inmersos en una especie de carrera armamentística contra los patógenos que evolucionan con tanta rapidez. Están obligados a enfocar su trabajo hacia un conjunto mayor de especies naturales con el fin de adquirir nuevas armas médicas para este siglo que acaba de comenzar.

Aun cuando se esté conforme con todo esto, surge la tercera fase de la negativa: ¿por qué apresurarse a salvar todas las especies precisamente ahora? ¿por qué no mantener ejemplares vivos en zoológicos y jardines botánicos para devolverlos posteriormente a la naturaleza? La cruda realidad es que en la actualidad los zoológicos del mundo pueden albergar un máximo de sólo dos mil especies de mamíferos, aves, reptiles y anfibios de un total de veinticuatro mil que se sabe que existen. Los jardines botánicos mundiales estarían aun más hacinados por el cuarto de millón de especies de plantas. Estos refugios son más que valiosos para ayudar a salvar unas pocas especies en peligro, y lo mismo puede decirse de congelar embriones en nitrógeno líquido, pero tales medidas no resuelven el problema en su conjunto. Además, aun no se conoce un refugio seguro para las legiones de insectos, hongos y otros pequeños organismos que son igualmente vitales.

Aun en el caso de que todo esto fuese posible y los científicos se preparasen para devolver la independencia a las especies, los ecosistemas en los que muchas vivieron ya no existirían. La tierra pelada no es suficiente. ¿Pueden reconstituirse los ecosistemas abandonados simplemente reagrupando todas sus especies juntas? Esta utopía es imposible en la actualidad, y no parece que esto vaya a cambiar en un futuro próximo. El orden de dificultad es comparable al de crear una célula viva partiendo de moléculas, o un organismo a partir de células vivas.

Será cuando finalice la lectura de las dos obras al inicio mencionadas que anotaré otras ideas, nuevas o complementarias de estas.

lunes, 23 de julio de 2012

Sobre la patera cósmica, Ernest Shackleton y la cooperación humana...

En 1909, en una expedición previa a la que le haría ganar la posteridad, Shackleton ordenó dar media vuelta cuando le faltaban relativamente pocos kilómetros para llegar a su meta: el polo sur. Lo hizo por salvar la vida, la suya y la de sus hombres. Se estaban quedando sin provisiones y tuvo que escoger entre la gloria de ser el primer ser humano en pisar el polo sur o el honor de regresar con todos sus hombres a salvo, entre la Historia o la grandeza silenciosa de saber renunciar a tiempo. Aun y así, durante el camino de regreso estuvieron a punto de morir de inanición.



The Southern Party | Foto de la expedición de Shackleton de 1909 en el barco Nimrod.



La dureza de las condiciones que tuvieron que soportar es difícil de imaginar para cualquier persona que no se haya alejado nunca de una carretera asfaltada o una buena pista forestal. Frío extremo, hambre, sed y dolor embotan la mente hasta hacer desaparecer el intelecto con el que estamos acostumbrados a identificarnos y al que hacemos intermediar con el mundo en nuestro nombre. Una vez borrada del mapa la mente ordenada y familiar y, en medio de un escenario natural inconmensurable y absolutamente impasible ante el padecimiento humano, aflora a la superficie nuestro auténtico valor, el material del que realmente estamos hechos.

Es probable que la mayoría de nosotros nunca lo conozca, y seguramente está bien que así sea, pero Shackleton y sus hombres no tuvieron tanta suerte. En aquel viaje de vuelta, en el que les faltó poco para morir de hambre, al borde de la congelación y seguramente de la locura, con los escasos víveres racionados hasta las migajas, el propio Shackleton renunció un día a la galleta que le correspondía en favor de uno de sus compañeros, que enfermo como estaba sólo toleraba ese tipo de alimento.

El hombre no olvidó jamás aquel gesto y estuvo dispuesto a acompañarlo en la expedición siguiente, en 1914, cuando el polo sur ya había sido hollado -por Amundsen en 1911- y el objetivo de Shackleton era, si cabe, aún más ambicioso que en su expedición anterior: atravesar caminando todo el continente helado. En esta nueva ocasión, sin embargo, ni siquiera consiguieron llegar hasta el punto de tierra firme donde tenían previsto iniciar la travesía de la Antártida: les detuvieron sus hielos guardianes, a tan sólo un día de navegación de la costa donde iban a desembarcar.



Mapa de la Antártida.



La banquisa atrapó el barco de Shackleton en el mar de Weddell y cerró su zarpa sobre los veintiocho hombres de la expedición condenándolos a unas bellas vacaciones primero en el páramo helado y luego en la inhóspita Isla Elefante. Unas bellas vacaciones en el infierno. Contra todo pronóstico, lograron conservar el grado de cordura suficiente como para conseguir regresar a la civilización. Desde de un punto de vista económico, la expedición fue un fracaso: costó mucho dinero y ni siquiera consiguieron poner un pie en la costa antártica donde tenían previsto desembarcar. Desde un punto de vista humano, fue un éxito rotundo: sobrevivieron todos, ni uno sólo de aquellos hombres se quedó en el camino. Todos consiguieron regresar a casa.

¿Cómo lo consiguieron? La respuesta se puede resumir en un único gerundio: colaborando.

Aquel grupo de veintiocho hombres eran una buena representación de la Humanidad, y por lo tanto eran un grupo heterogéneo. En él había hombres listos, engreídos, fuertes y también obtusos, humildes y débiles, y puede que más de uno fuera más de una de estas cosas a la vez, si no todas. Al quedarse atrapados en el desierto blanco, abandonados a su suerte, que no tenía visos de ser muy buena, ni la Naturaleza clemente con ellos, sin esperanza alguna de rescate, amenazados por una muerte horrible, hubiera sido fácil que se dejaran llevar por la desesperación.

Sin embargo, bajo el liderazgo de Shackleton, mantuvieron la disciplina y no se hundieron en el pánico; a pesar de la soledad, del hielo crujiente y del mar helado que les acechaba a pocos metros bajo sus pies como un estómago hambriento supieron mantener sus pequeñas ansias y ambiciones personales controladas y trabajar todos juntos en pos de un objetivo común. Shackleton se propuso salvar a todos sus hombres; por encima de todo no perder ni una vida humana.

A partir del momento en que quedaron atrapados en el hielo, renunció a la misión original y se impuso una nueva meta: no perder ni un sólo hombre en aquellos páramos inhumanos, que todos y cada uno de los hombres que le habían acompañado regresaran sanos y salvos a casa. No podía, no quería, no debía perder a nadie. Nadie era sacrificable, nadie prescindible. Trabajarían todos codo con codo denodadamente sin privilegios de rango ni de cuna y compartirían los víveres todo el tiempo que hiciera falta porque todos estaban implicados en el mismo trabajo y en la misma medida: sobrevivir. El plan inicial era aguantar hasta que el hielo se licuara y el barco quedara libre, y los humanos con él.

Pero el hielo resultó ser una bestia caprichosa. Mostró la misma cantidad de compasión por los parásitos enganchados en su piel que muestran otras fuerzas de la Naturaleza: ninguna. Resultó ser tan duro como la piedra y al mismo tiempo flexible como los pulmones de una bestia antediluviana: respiraba, y se expandía y se contraía y estrujaba sin miramientos todo lo que en él hubiera tenido la desgracia de quedar atrapado. Aquel verano antártico fue frío y al hielo no le vino en gana diluirse fácilmente en el mar y desaparecer. El barco no aguantó tantos meses el abrazo de piedra. Acabaron perdiéndolo. El Endurance, el barco con el que habían atravesado medio mundo, al final fue aplastado y devorado por el hielo; perdieron buena parte de sus provisiones y enseres, esenciales muchos de ellos, pero los humanos mismos no fueron destruidos: compartieron entre ellos lo poco que les quedaba y lo poco que podían conseguir de un entorno que les negaba la más mínima tregua.

Sí, hubo conatos de motín y sí, hubo estallidos de locura absoluta, como cuando pisaron tierra firme por fin después de un año y medio a merced de los caprichos del mar antártico y uno de los marineros empezó a matar focas a hachazo limpio, sin parar, hasta que le faltó el aliento. Uno podría pensar que por qué se va siempre antes la cordura que el aliento pero es que no estamos hablando de perderse en el bosque de al lado de casa a las cinco de la tarde, bien calzados, vestidos y a un tiro de piedra de algún signo de civilización humana, así que pensemos un poco más e intentemos imaginar la sensación de indefensión, el hambre, el sueño y el frío constante, implacable, ineludible durante meses y meses inacabables y quizá entonces comprendamos por qué la expedición de Shackleton fue un éxito: porque hubo tensión y hubo locura, pero se impuso el trabajo en equipo y el compartir sobre todas las circunstancias y ansias personales. Por eso sobrevivieron: porque compartieron lo poco que tenían, ya fuera comida, bebida o fuerza de trabajo.

Por supuesto que había hombres que eran capaces de cazar más focas que otros, pero ¿de qué les hubiera servido acumular carne de foca? O venderla por dinero futuro: ni siquiera sabían si algún día serían rescatados. Cuando les toco remar durante días a treinta grados bajo cero y las manos se les quedaban enganchadas a los remos, incluso el caballero inglés que se negó a remar, por no ser propio de caballeros, por no querer confundirse con la masa en aquella acción mecánica carente por completo de gloria por ser imposible destacar en ella, estaba ansioso por hacer algo por la comunidad, y lo hizo: se pasó toda la noche achicando agua para evitar que el bote se hundiera, sin tregua ni descanso durante toda la noche, horas y horas de frío, hambre, tinieblas y amenaza continua de morir ahogados en un mar oscuro, lejos de cualquier sitio donde su familia hubiera podido visitar una tumba o arrojar unas flores, pues ni siquiera ellos sabían bien dónde estaban, y aunque lo hubieran sabido el silencio hubiera sellado para siempre sus labios si aquel caballero inglés hubiera dicho: estoy cansado, y hubiera dejado de achicar agua, o alguno de los remeros se hubiera dejado llevar por el embriagador canto de las sirenas prometiéndole descanso y paz y hubiera dejado de bogar con todas sus fuerzas, escasas, pero decisivas.

Decisivo, quizá, será en nuestra supervivencia ensanchar nuestra percepción más allá de nuestro propio estómago y descubrir motivos para desear firmemente la supervivencia de todos, con la misma intensidad que si la pérdida de un sólo hombre significara el fracaso de la expedición entera.

¿Para qué sirve el teorema de Pitágoras?, preguntan los estudiantes de secundaria. ¿Para qué sirve estudiar durante años Biología, Física y Matemáticas si aparentemente es más útil saber conducir un coche, o conocer de memoria la alineación de la selección de fútbol en el último partido? Me gustaría decir que no sirve para nada: que es meramente una cuestión de estética, y entregarme a ella como lo que soy: un ser humano, no un chimpancé ni un bonobo. Pero mentiría. Es útil. Tiene un uso concreto y pragmático, además de inaplazable e imprescindible: la supervivencia. Aprender a conducir está bien para autotransportarse de un sitio a otro sin consumir un tiempo excesivo, pero para sobrevivir es mejor aprender astronomía. Comprender que vivimos en un planeta diminuto a merced de las fuerzas irracionales del Cosmos sirve para descubrir cuál es nuestra auténtica posición aquí y ahora: la misma que sufrieron Shackleton y sus hombres a merced del océano antártico. Aprender qué es un planeta, qué una estrella y cuál es nuestra relación con estas cosas sirve para saber quiénes somos realmente.

No somos más que polizones en una patera.

La hemos llamado Tierra y creemos que es enorme, inagotable, indestructible, pero sólo porque nuestra visión es estrecha y miope. En realidad es diminuta, tan pequeña y frágil como el Endurance de Shackleton… no, en realidad mucho más frágil: más frágil incluso que los botes con los que su expedición se enfrentó al ignoto océano cuando la banquisa por fin se abrió y no tuvieron más remedio que intentar ganar tierra firme a fuerza de remo.

Ahí vamos nosotros: montados en un bote que no es más que una patera que no nos pertenece, surcando a más de cien mil kilómetros por hora un océano aún mayor que el que tuvo que sufrir la expedición antártica, un océano en el que se desencadenan fuerzas que desintegran estrellas con la misma facilidad con que el hielo desintegró el navío de Shackleton. Puede que tengamos una sensación de seguridad y de abundancia, pero no es más que una ilusión mental de la misma forma que un espejismo es una ilusión óptica. Piensen en ello: si el Sol fuera una esfera de un metro de diámetro entonces la Tierra no sería más que un garbanzo situado a unos cien metros de distancia.

En esta misma proporción, la troposfera, la capa inferior de la atmósfera, donde los seres humanos desarrollamos nuestras actividades cotidianas -excepto los astronautas- tendría apenas una centésima de milímetro. Podríamos creer que esta centésima de milímetro se corresponde en la realidad a muchos kilómetros de cálida atmósfera que nos arropa y nos protege del yermo vacío interplanetario, pero nos equivocaríamos. La troposfera sólo tiene unos quince kilómetros en su zona de mayor espesor, el ecuador, y la zona habitable no es más que la mitad de ese espesor, siendo generosos, porque aún nadie ha conseguido habitar en la cima de las cumbres más altas del planeta: bastaría un suspiro cósmico para diluirla en el espacio; bastaría un paseo en vertical de poco más de una hora para salir de la zona habitable. ¿Quién no ha dado alguna vez en su vida un paseo de una hora y pico? Eso es lo que nos separa de la muerte: no cientos de kilómetros de cálida atmósfera, no una muralla infranqueable, sino un mero paseo primaveral de poco más de una hora.




La patera cósmica. | Esta fotografía fue tomada por la sonda Voyager 1 en el año 1990 cuando había completado su misión principal y se encontraba a una distancia de 6000 millones de km del Sol. En ella se puede observar nuestro planeta Tierra: es el puntito diminuto, apenas distinguible, más o menos a media altura y desplazado hacia la derecha. Los rayos de luz son artefactos debidos a la óptica: luz solar refractada por el objetivo -es el mismo problema al que se enfrentan los aficionados a la fotografía que quieren hacer fotos del cielo con grandes angulares o con teleobjetivos que apunten a zonas demasiado cercanas al Sol.



Piensen en lo diminuta que es la Tierra y lo inmenso que es el océano en el que navega, piensen en todas las extinciones masivas que ha habido desde que se formó nuestro planeta, en los cataclismos que lo han golpeado sin piedad, en las fuerzas que lo han sacudido en más de una ocasión procedentes del Sol o del espacio profundo. Miren la superficie de la Luna o los restos de cualquier explosión de supernova y verán las letras con las que el Universo forja la Historia, las cicatrices de la fragua cósmica.

¿Aún se sienten seguros? ¿Aún creen en sus pequeñas cosas, en su rutina, en la panadería de al lado de casa? ¿Aún no conciben a la Humanidad entera enfrascada en una gigantesca labor de supervivencia cósmica? Quizá deberían saber más sobre dinosaurios y menos sobre economía, más sobre Shackleton y menos sobre Merkel. Quizá deberían conocer a Musa. Quizá ni siquiera conocer a Musa consiguiera hacerles comprender que vamos todos a la deriva en la misma patera. Quizá los leñadores de focas y las personas listas que negocian con su carne sean ya mayoría y la Humanidad esté ya irremediablemente perdida.




Supernova | Una supernova es un proceso estelar extremadamente violento durante el cual la mayor parte del material que compone una estrella es expulsado de forma explosiva hacia el medio interestelar. Durante el proceso la estrella puede resultar totalmente destruida o puede quedar un pequeño resto en forma de estrella de neutrones o, en casos muy especiales, un agujero negro. La mayor parte del material que formaba la estrella se expande en forma de gas y polvo por el espacio hasta diluirse, al cabo de millones de años, en el medio interestelar. Esta expansión puede catalizar la formación de otros sistemas estelares, que serán enriquecidos con elementos químicos pesados provenientes de la estrella que ha explotado - elementos como el carbono, el nitrógeno, el hierro y todos los demás-. Cuando hablamos de remanente de supernova nos referimos a estas nubes de gas y polvo en expansión. En la imagen podemos ver la correspondiente a la supernova observada por Kepler en 1604. La imagen es en realidad una composición realizada a partir de fotos tomadas por tres telescopios diferentes: las zonas azules y verdes corresponden a rayos X registrados por el observatorio orbital Chandra, las zonas amarillas corresponden a la parte visible, registrada por el telescopio espacial Hubble, y la zona roja corresponde al infrarrojo, registrado por el telescopio espacial Spitzer.



Musa llegó a este rincón del diminuto mundo que habitamos en patera. Conoce lo que es el mar y lo que es el miedo. También sabe lo que es el hambre y lo que es echar de menos a una madre y a una esposa. Tiene tantos años como hombres fueron en la expedición de Shackleton y sin embargo llora como un niño cuando se sienta con nosotros y le preguntamos si no sabía que aquí no había trabajo. Llora en silencio, conteniendo las lágrimas, humillado. No quiere llorar. Quiere trabajar. Pero no hay trabajo. Le han engañado. Es de Senegal. Vive en la calle, en Lleida, y se jugó la vida por un sueño. Otros se hipotecan. Depende de dónde te haya tocado nacer, por azar y sin que mérito o cualidad alguna tengan nada que ver en ello.

- ¿Me hablas? -pregunta a mi compañera mientras yo pago los cafés en el interior del local.

- ¿Cómo? ¿Que yo te hable? -responde mi compañera desconcertada. Y al ver que el chico negro que se ha plantado ante ella, subido en una bicicleta cochambrosa, mira nuestras mochilas y bolsos, repartidos entre una silla y la mesa donde hemos tomado algo, añade: No me quites nada, por favor. Estoy en paro, no tengo trabajo, y mi pareja tampoco.

El chico niega con la cabeza, lentamente.

- ¿Tienes dinero? -dice.

Ahora es ella quien niega con la cabeza.

- Mi pareja -murmura-, está dentro, ahora saldrá.

Y él baja de la bicicleta y se sienta. Y así le veo yo al salir: sentado a la mesa, enfrente de Eugènia, derrotado, sucio y con pantalones vaqueros rotos sin necesidad de haber sido diseñados.

Hablamos. Está esperando papeles: quiere volver, pero hasta conseguirlos aún le quedan muchas noches de dormir en la calle. Mucha incertidumbre, frío. Hambre.

Le damos para un bocadillo y para que llame a su madre, en Senegal. Le pregunto su nombre. Musa. Le deseamos suerte. Maldita sea. Hay que salvar a este hombre. A todos los hombres. Ni un solo hombre más podemos perder víctima del hambre o de la desesperación, ni uno más, maldita sea. Me gustaría poder decirle algo más pero yo sólo sé astronomía: no tengo mapas, ni brújulas, no sé trazar una ruta de un punto a otro punto. Soy un inútil como navegante. Europa es peor que el Ártico o el Antártico: aquí no hay rutas, no hay caminos, no hay instrucciones de uso, a pesar de todos los semáforos y de todas las panaderías. El asfalto es una película de hidrocarburos que nos protege de la fuerza de la Naturaleza, como si fuéramos ensaladas protegidas por plástico. Nos atonta. En realidad bogamos en medio de la banquisa, atravesamos la noche con las manos pegadas a los remos, al borde de la inanición, titiritando de frío en cuanto nos damos cuenta de dónde estamos. Todos. ¿Creéis inútil o superflua vuestra existencia, vuestro trabajo? Pues no lo es: no podemos permitirnos el lujo de perder la fuerza de un sólo ser humano. ¿Creéis estar a salvo? Cerrad cualquier resquicio a la esperanza. La nave es frágil y el océano infinito. Cuanto más oscura sea la noche y más frío haga, más se exigirá a nuestros extenuados corazones. Si queréis sobrevivir, seguid bogando sin parar y repartid entre todos el poco pan que podáis tener escondido entre vuestras ropas congeladas, ya sea cereal o simple conocimiento.



NOTAS:

Me gustaría señalar que Musa es un personaje real, no un artificio literario: el encuentro en la cafetería ocurrió realmente y transcurrió muy aproximadamente tal y como se narra unas líneas más arriba. Además, quisiera añadir algunos comentarios más con la intención de aportar una serie de datos que juzgo de interés.

Al final del primer párrafo de este artículo, me hubiera gustado poder escribir:  “ni uno sólo de aquellos hombres que habían contestado a la más osada oferta de trabajo de toda la historia de la Humanidad” pero, en honor a la verdad, hay que decir que el anuncio atribuido habitualmente a Shackleton para enrolar hombres en su expedición de 1914 quizá no fue publicado nunca por Shackleton. Sí anunció éste su expedición en los periódicos de la época pero no hay pruebas concluyentes de que fuera con el texto que generalmente se le atribuye, más bien hay indicios en sentido contrario.




Respecto a la velocidad con que se mueve el planeta Tierra alrededor del Sol, se puede calcular de una forma sencilla si aproximamos la órbita elíptica por una órbita circular -esto se puede hacer sin cometer un error demasiado grande para nuestros propósitos porque la excentricidad es muy pequeña-, consideramos que la distancia que separa el Sol de la Tierra es de unos 150 millones de kilómetros y tenemos en cuenta que la longitud de una circunferencia es de dos veces su radio por el número pi y que la Tierra tarda 365 días -aproximadamente- en recorrer esta distancia. El propio lector puede hacer el cálculo, siempre y cuando no olvide que el espacio es igual a la velocidad por el tiempo -en un movimiento uniforme, el de la Tierra alrededor del Sol en realidad no lo es, pero se desvía poco y podemos hacernos una idea muy aproximada de la magnitud de su velocidad siguiendo estas sencillas reglas.

Así mismo, antes de acabar, me gustaría mencionar el artículo de Michael Tomasello Collaboration encourages equal sharing in children but not chimpanzeesLa colaboración estimula un reparto equitativo en niños pero no en chimpancés- publicado en 2011 en el número 476 de la revista Nature (aquí el pdf). Para este artículo, Tomasello y su equipo contrastaron el comportamiento de un grupo de niños con el de un grupo de chimpancés. Según explican en su estudio, el hecho de haber colaborado en una misma labor, provocó un aumento en la probabilidad de que los niños compartieran sus recursos de forma equitativa. Los chimpancés estudiados, en cambio, compartían sus recursos con sus compañeros con una probabilidad independiente de si previamente habían colaborado o no en alguna tarea. Tomasello comenta los resultados de este experimento en una entrevista en el diario La Vanguardia del día 5 de julio de 2012 y desde su propia página web se puede acceder a más artículos y otras fuentes bibliográficas.

Un último comentario antes de acabar. A lo largo de este artículo, puede que algunos lectores, quizá los más escépticos o, simplemente, los más ilustrados, hayan pensado en la famosa sentencia Homo homini lupus, popularizada por Thomas Hobbes a partir de un texto de Plauto y utilizada por muchas personas para sintetizar toda la depredación de la que es capaz el ser humano contra el propio ser humano; y ahora, en las últimas líneas del mismo, quizá sigan teniéndola en mente por encima de cualquier otra consideración, igual que un eco lapidario e imborrable de todos los horrores de esta época. Como réplica y último recurso, y también broche final, y porque me niego a tirar la toalla de la misma forma que los hombres de Shackleton se negaban a dejar de remar a pesar del frío, no puedo resistir la tentación de acabar citando a otro filósofo: Emilio Lledó, niño superviviente de la guerra civil española y actualmente catedrático emérito de Filosofía de la UNED. Este es el enlace de la entrevista que le hicieron en el programa Singulars el 19 de junio de 2012 -es en el minuto 37 donde habla de la sentencia anterior y da su opinión sobre ella pero, en realidad, la entrevista entera no tiene desperdicio.


Un artículo de Victor Guisado, vía Amazings.


viernes, 1 de junio de 2012

Sobre los que tienen y los que no tienen, un ensayo acerca de la desigualdad económica...

Si bien una entrada anterior se refería a la creciente desigualdad de la renta (entre otras cuestiones, sueldos de directivos versus sueldos de trabajadores), se ofrecieron únicamente unos datos circunscritos a las 35 empresas del IBEX 35 (que, transitoria y temporalmente, ahora mismo son 36) y, principalmente, a la brecha existente entre los directivos de estas y los trabajadores de sus respectivas plantillas. Lo peor de todo es que las diferencias entre ricos y pobres no son solo cosa de aquí, sino que aumentan por doquier.

Si pretenden hacerse una idea de cómo ha ido forjándose y concretándose la desigualdad, consigan una copia del apasionante ensayo de Branko Milanovic, Los que tienen y los que no tienen (Alianza Editorial, 2012), en el que se analizan los tres tipos de desigualdad económica presentes en nuestro mundo con ejemplos extraídos de la historia, de la economía y de la literatura (León Tolstói, Jane Austen). Para saber más acerca de los motivos de la desigualdad entre las naciones, de lo que ya se había ocupado con criterios eurocentristas David S. Landes en La riqueza y la pobreza de las naciones (1998), no olviden los también recientes Comercio y pobreza (2012), de Jeffrey G. Williamson, y Las naciones oscuras, una historia del Tercer Mundo (2012), de Vijay Prashad, en el que se proporciona un punto de vista muy crítico con las tesis de los historiadores y economistas occidentales.




Reflections of a hungry man or social contrasts (1893), por Emilio Longoni,
oleo sobre tela, 190x155 cm, en el Museo del Territorio Biellese, Biella, (Italia).



Los que tienen y los que no tienen se compone de tres partes. Una sobre la desigualdad entre las personas, otra de la desigualdad entre las naciones y una tercera que trata de la desigualdad global. A poco débil que uno se pueda encontrar, el libro transmite una profunda tristeza. No es, desde luego, su intención, pero la provoca. Se remonta a los siglos del imperio romano, hace cuentas de las desigualdades que hemos ido viendo desde entonces y, aun sin pretenderlo, no puede evitar dejar a los lectores sumidos en una inmensa melancolía. Siglos y siglos después, y seguimos aferrados a unos patéticos argumentos para defender las inmensas desigualdades del mundo que hemos construido, que estamos construyendo todavía hoy. Es imposible dejar de ver y oír en él a nuestros políticos actualmente en el gobierno, enunciando uno tras otro sus prejuicios, sin apoyo científico ni estadístico ni experimental suficiente. Es cierto, las cosas no son tan sencillas como para despacharlas en un par de eslóganes, pero la evidencia de lo indecente debería estar muy justificada para mantener sus fueros. Sabemos bien que ni lo necesitan ni lo intentan. Pero no deberíamos consentírselo.

El libro incluye algunos capítulos muy curiosos, sobre “el amor y la riqueza” en las novelas de Jane Austen o Dostoievsky, por ejemplo. Pero me gustaría, aunque sea menos entretenido, resumir alguna de sus problemáticas. Por ejemplo, cuando se pregunta: ¿La desigualdad favorece el crecimiento? O en una versión menos edulcorada: ¿Hay que apoyar a los ricos porque crean empleo? Milanovic concluye: sólo cuando “la nivelación de los ingresos (haya) ido tan lejos que las personas no vayan a esforzarse, a menos que se les permita guardar los frutos de su trabajo en mayor grado”; en los demás casos “la desigualdad puede entorpecer el crecimiento económico”. Juzgue el lector: ¿nos encontramos en el primer caso, o en el segundo?

También se cuestiona: ¿La desigualdad puede ser justa? Milanovic nos lleva a John Rawls y su Teoría de la Justicia (1971), cuando vinculó desigualdad e injusticia en esta frase: “La injusticia está formada por simples desigualdades que no benefician a todos, y en particular a los pobres”. Posteriormente afirma que su aplicación no es fácil, directa, inmediata. Pero el principio está ahí.

Una última cuestión: Milanovic señala que tal vez al lector le resulte sorprendente saber que existen pocas teorías o estudios teóricos acerca de la creación o evolución de la desigualdad en la distribución de la renta entre los individuos. Y es cierto: ¿por qué son tan escasísimos los estudios sobre la desigualdad? Pues bien, el autor apunta una razón que si la dijese cualquiera que no estuviese en su posición (economista de primer nivel del Banco Mundial) sería tachado de ingenuo, pero que en su boca la respuesta adquiere una dimensión indignante: “Porque no son particularmente apreciados por los ricos”. El director de un prestigioso centro de estudios de Washington se lo dijo claramente al autor. Su fundación no financiaría un trabajo que en su título mencionara “la desigualdad de la renta o de riqueza”. Estarían dispuestos –recuerda- “a patrocinar cualquier estudio relacionado con el alivio de la pobreza, pero la desigualdad era un tema completamente diferente”. ¿Por qué? Pues porque “lo cierto es que ‘mi’ preocupación por la pobreza de algunas personas me proporciona una cálida y agradable sensación de bienestar, ya que estoy dispuesto a utilizar mi dinero para ayudarles. La caridad es una cosa buena; muchos egos se hinchan gracias a ella y sirve para aumentar la reputación ética aunque sólo se donen pequeñas cantidades a los pobres. Pero la desigualdad es otra cosa. Cualquier mención a ella pone en duda la legitimidad o lo apropiado de mis ingresos”. Y ante estas afirmaciones del director de aquel centro de estudios, la pregunta es: ¿Dónde está la universidad? ¿Dónde sus estudios independientes sobre los temas que interesan a la gente, al mundo? Ay, la Universidad.

Cada uno de los tres ensayos técnicos va seguido de unos relatos cortos que intentan entretener, sorprender y acercar al lector a alguno de los temas que se han abordado antes en cada ensayo. Estos relatos a los que se denomina ilustraciones abarcan un heterogéneo abanico de cuestiones que muestran como la desigualdad ha estado presente en la vida real, en la literatura y en múltiples facetas de la vida cotidiana de la gente a lo largo de la historia. Ahí encontrará respuestas a interrogantes tan curiosos como quién ha sido la persona más rica del mundo (los estadounidenses Gates y Rockefeller, el ruso Jodorkovski o el mexicano Slim), qué grado de desigualdad de ingresos existía en el Imperio Romano, cuánta desigualdad social sufrían los países del bloque soviético, qué sinuosas relaciones se dan entre amor y riqueza, hasta qué punto ha incidido la desigual distribución de la renta en el origen de la actual crisis financiera global, qué posibilidades tiene China de seguir existiendo como Estado en 2048 o cómo el mundo que analizó Marx y la polarización determinante en su época entre trabajadores y capitalistas siguen existiendo o mutaron en aumento de la desigualdad global.

Y así hasta un total de veintiséis relatos o ilustraciones de desigual calidad, interés y acabado. No siempre he coincidido con el autor en algunos de sus argumentos o afirmaciones, a veces sumarios y otras, poco matizados. Poco importa, invitan a pensar. Contribuiyen a que se cuestionen las causas que desde el mercado o el poder político impulsan y justifican la extrema desigualdad que hoy existe y no para de aumentar. Y se alcanza a comprender por qué Milanovic considera que la renta de las personas está determinada en un 60% por el país en el que ha nacido y en un 20% por el nivel de renta de sus padres; sólo un pequeño 20% es permeable al libre albedrío y depende de factores y azares personales sobre los que hay cierta capacidad o posibilidad de influir.


domingo, 20 de mayo de 2012

Sobre la desigualdad de la renta, Adam Smith y la riqueza de las naciones...

El pasado domingo leí, en la sección de Economía del diario El País, a David Fernández haciendo un muy documentado y generoso repaso al disparatado incremento de la desigualdad de la renta que ha venido sucediendo en nuestro país a lo largo de los últimos cinco años. Esta desigualdad, una de las dimensiones principales de la estratificación social, sitúan a la clase corporativa cada día más alejada de la clase trabajadora.

Hace más de 200 años, en opinión del escocés Adam Smith (1723-1790), teórico de cabecera del liberalismo económico, un individuo era rico o pobre de acuerdo con la cantidad de mano de obra que podía contratar. Siguiendo al pie de la letra la definición del autor de La riqueza de las naciones (1776), un gran número de directivos de las grandes compañías españolas son auténticas pymes en potencia, ya que con su retribución se podrían pagar decenas, si no cientos, de sueldos anuales de trabajadores de su misma empresa.



Ilustración de Luis Tinoco.



En nuestro país, próximo a los seis millones de desempleados, el sufrimiento va por barrios y la crisis ha agrandado la brecha salarial entre los directivos y los empleados. En el ejercicio de 2007, último de bonanza económica, los consejeros ejecutivos y los miembros de la alta dirección de las empresas del Ibex 35 que hoy en día permanecen en el índice cobraban de media 873.666 euros, mientras que el gasto medio por empleado era de 37.122 euros. Es decir, una brecha salarial de 23,53 veces. En 2011 la desigualdad se amplió hasta las 24,68 veces: la élite directiva de esas mismas compañías —534 personas— recibió una compensación media de 1,07 millones de euros, y el gasto medio por trabajador fue de 43.353 euros. En esos cuatro años, por tanto, el crecimiento de la brecha salarial fue del 4,8%. Hay quien pueda pensar que es un aumento modesto. Sin embargo, la comparativa queda distorsionada por las indemnizaciones multimillonarias que cobraron algunos directivos.

Por otra parte, el aumento de los salarios de los administradores no se justifica por la creación de valor lograda para sus accionistas. Durante el periodo 2007-2011 solo 11 empresas del Ibex fueron rentables para sus dueños. Inditex fue, de largo, la compañía cuyo equipo gestor más enriqueció a sus accionistas, con una rentabilidad total en esos cinco años del 76,9%. Sin embargo, los dos grandes bancos del país, Banco Santander y BBVA, con dos de las cúpulas directivas mejor remuneradas de toda la Bolsa, fueron responsables de pérdidas para sus accionistas del 41,5% y el 53,4%, respectivamente.

El ejecutivo mejor pagado de 2011 fue Pablo Isla, con 20,3 millones de euros, gracias al premio singular y no recurrente que le dio Inditex tras acceder a la presidencia del grupo. Esta retribución supone multiplicar por 1.000 el gasto medio por empleado de Inditex. Isla recibió acciones valoradas en 13,73 millones, además, cobró 127.000 euros por su asistencia al consejo, 2,45 millones de sueldo fijo y 1,72 millones de bonus. El gestor de Inditex también devengó 2,27 millones por un plan de incentivos a largo plazo sujeto a determinados objetivos.

No obstante, los sueldos milloneuristas no son solo coto privado de los primeros ejecutivos de las empresas. Hay una segunda línea de trabajadores de siete empresas del Ibex cuyos rostros son menos conocidos, pero que también superan la barrera del millón de sueldo anual. 

El incremento de la desigualdad de los sueldos no solo se da en España, aunque, en este caso, es más especial por el elevado desempleo. En EE UU, por ejemplo, el Economic Policy Insitute ha publicado recientemente un estudio sobre este tema. La principal conclusión es que entre 1978 y 2011 el sueldo de los consejeros delegados de las 350 principales empresas de EE UU creció un 725%, “sustancialmente más que la Bolsa y remarcablemente más que el salario medio de un trabajador normal”.

En la Universidad de California, The Global Price and Income History Group ha publicado un estudio sobre la desigualdad de la riqueza a lo largo de la historia. En el año 14 después de Cristo un senador romano ganaba 100 veces más que el romano medio. Han pasado 2.000 años y el ser humano ha sido incapaz de corregir ese desfase, más bien todo lo contrario.


viernes, 18 de mayo de 2012

Sobre Pirro de Epiro, los corintios y la maldición olímpica...

Esta semana que vence he vuelto a leer con regocijo al historiador Fernández-Armesto, fiel a su encuentro con la prensa internacional en su libre tribuna. Si ya durante el pasado otoño publiqué su breve ensayo Cuantas más crisis, mejor, en el que, historia de por medio, justificó los potenciales y venideros beneficios de la actual crisis económica, ahora el profesor arremete, a su modo y manera, contra los aspectos financieros de los, ya en puertas, Juegos Olímpicos de Londres. Como parece proceder, y puesto que mi introducción siempre estará en desventaja con la prosa de Fernández-Armesto, anoto a continuación el texto íntegro de su nueva miscelánea.



King Pyrrhus of Epirus (Rey Pirro de Epiro), por Anestis Derekas.



No me divierte el atletismo de los humanos, que son, a fin de cuentas, menos fuertes, menos rápidos y menos ágiles que muchos otros bichos que tienen el buen gusto de no cobrar por probar su superioridad atlética. Ver a un concursante demostrar que es capaz de llegar a cualquier sitio más rápido que otros me deprime y me aburre.

Sin embargo, me resultan interesantes ciertos aspectos relacionados con los Juegos Olímpicos. Remontémonos a 2005, cuando el Comité Olímpico Internacional concedió a Londres la organización de los Juegos que se celebran este verano en detrimento de otras capitales europeas como París o Madrid. Sospecho, y lo hago sobre una base de cálculos objetivamente verificables, que la capital británica cosechó esa gran victoria de manera un tanto dudosa.

La noche en que se proclamó a Londres como sede de los Juegos de 2012, llamé a un amigo que formaba parte de la candidatura madrileña para felicitarle. La capital española, le aseguré, había escapado a un desastre. La victoria de Londres recordaba a la del rey Pirro de Epiro, quien venció a los romanos, pero a un coste tan elevado que renunció a librar más batallas. Ahora que se acerca la cita olímpica podemos ver lo que están sufriendo los londinenses y lo que van a sufrir luego.

En 1908 Londres no tuvo que invertir demasiado para abrir nuevas instalaciones, y el balance final de aquellos Juegos arrojó resultados financieros bastante respetables: 85.000 libras en gastos por 92.000 en ingresos.

Los segundos Juegos celebrados en Londres tuvieron lugar en 1948, y en algunos aspectos fueron incluso más exitosos que los primeros. Ello se debió en parte a innovaciones deportivas como el enorme aumento de la participación femenina o los comienzos del estudio científico de los aspectos médicos y nutricionales del atleta. Entre las ruinas provocadas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial se festejó la austeridad como un rasgo saludable y la paz como el porvenir del planeta. El mundo aplaudió ese espíritu de perseverancia y magnanimidad. No se construyeron nuevas instalaciones, ni siquiera para acomodar a los concurrentes. Las delegaciones extranjeras tenían que traer sus propios jabones y toallas. La mano de obra era voluntaria, prolongando el sentimiento cívico que permitió a los ingleses superar la guerra. Así, desde luego, se ahorraba dinero. El gasto total fue de unas 760.000 libras y la ganancia bruta al final se elevó a las 29.421 libras.

Desde entonces, desgraciadamente, los Juegos han experimentado una gran transformación. La profesionalización ha destrozado el espíritu original del movimiento olímpico -el entusiasmo del aficionado, la tradición corintia de jugar por placer y por mejorar el cuerpo y carácter de los individuos-. Los Juegos ya no son auténtico deporte, sino una parte de la industria del entretenimiento, que sublima los valores del espectáculo y la extravagancia, esos malditos 15 minutos de fama que son el lema de la modernidad. La gran diferencia es además que en lugar de pagarse con inversiones de emprendedores, los Juegos se sufragan a cargo y coste del Tesoro público.

Los aspectos financieros llaman poderosamente la atención, ya que hoy en día es inconcebible que unos Juegos registren beneficios directos. Antes al contrario, entrañan pérdidas, así como suena. Los inevitables gastos de seguridad en este siglo XXI imposibilitan el sueño del superávit. Para pagar los Juegos de Sydney 2000 Australia tuvo que introducir nuevos impuestos. El coste de Atenas 2004 excedió su presupuesto en miles de millones de dólares, y las finanzas de la capital griega aún se resienten de aquel dispendio. Vancouver presupuestó 165 millones de dólares para organizar los Juegos de Invierno de 2010, pero acabó gastando más de mil. Pekín, tras gastar una cifra récord de 43.000 millones de dólares en 2008, se ha quedado con estadios vacíos y funcionarios que se niegan a comentar las pérdidas.

Según el presupuesto oficial, excesivamente optimista, los Juegos de Londres costarán a los pecheros británicos unos 11.000 millones de libras. Los pronósticos más alentadores -de los que nadie se fía, todo sea dicho- prevén unos ingresos de unos 4.000 millones. Así que los británicos acabarán gastando, como poco, unos 7.000 millones en un estadio que a la postre se demostrará inútil, unos efímeros puestos de trabajo y un centro de compras que probablemente quede a la larga abandonado.

La falta de beneficios directos no menoscaba la esperanza de algunos de que una subida en el turismo acabe compensando el esfuerzo y aporte más dinero a la ciudad durante la celebración de los Juegos. Pero según estudios ya disponibles parece que el turismo sufrirá en realidad una bajada fuerte. Lógicamente, nadie quiere visitar Londres en unas fechas en que todo se va a reducir a caos y espanto por el jaleo de los Juegos y la amenaza del terrorismo. La demanda de plazas hoteleras en las fechas de los Juegos ha disminuido, y las muchas nuevas instalaciones, construidas a costa de grandes dispendios, se quedarán sin clientes. Es más, un montón de entradas para los distintos eventos deportivos quedarán sin venderse. Los negocios londinenses, en definitiva, sufrirán por la clausura de calles, los atascos y la imposibilidad de acceso al centro de la ciudad (reservado al tráfico olímpico) durante días. Con tal de evitar los problemas de transporte, el Gobierno de Cameron, aunque parezca mentira, está publicando anuncios en los periódicos recomendando a los londinenses quedarse en casa durante los Juegos en lugar de acudir a sus empleos. Un ministro ha sugerido incluso que la mejor estrategia para evitar disgustos será refugiarse en un pub.

«Por lo menos», dicen algunos buscando consuelo desesperadamente, «recuperaremos para Londres algo del prestigio que les tocó a nuestros antepasados de 1908 y 1948». Tal vez. Pero esa eficacia inglesa de hace más de medio siglo ya no existe. Las generaciones de entonces, templadas en los fuegos de las contiendas imperiales y las guerras mundiales, han dado paso a una población consumista y poco trabajadora, incapaz, por lo visto, de aceptar responsabilidades cívicas. Me temo que la ceremonia inaugural sea pretenciosa pero débil y trillada, el caos de las calles patético e irrisorio, y las medidas de seguridad enojosas y estúpidas. No sé si Madrid lo habría hecho mejor. Gracias a Dios, no tendremos la oportunidad de saberlo. España ya tiene bastantes problemas sin tener que sufrir unos Juegos. De nuevo, ¡enhorabuena, Madrid!



Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950), es historiador. Desde 1983 es miembro de la facultad de Historia Moderna de la Universidad de Oxford; fue Fellow del Instituto de Estudios Avanzados de los Países Bajos entre 1999 y 2000 y posteriormente fue profesor en la Universidad de Minnessota. Desde septiembre de 2005 a 2009 ejerció la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts). Fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Los Andes (Colombia) y también por la Universidad de La Trobe (Australia). Desde 2009 es titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame. Ha publicado más de dieciocho obras y entre otros galardones ha obtenido la Cairo Medal del Nacional Maritime Museum, en 1997, y la John Carter Brown Medal, en 1999.

miércoles, 4 de enero de 2012

7000 millones, más miseria, Malthus, Marx y la Ley de Pobres...

          Superados con soltura los siete mil millones de pobladores del planeta el pasado 30 de octubre de 2011, releo a Malthus en su Primer ensayo sobre la población (Alianza Editorial, 1966), con excelente traducción al castellano por Patricio de Azcárate Diz y no menos loable prólogo de John Maynard Keynes. En las diversas ediciones de esta su obra principal, Malthus expuso sus propias opiniones sobre cuestiones candentes tales como la perfectibilidad de la sociedad humana y la antigua Ley de Pobres, un sistema de ayuda existente en Inglaterra y Gales desde la Edad Media y las leyes Tudor hasta el nacimiento del Estado de bienestar moderno surgido tras la segunda guerra mundial. Concretamente, lo que Malthus vino a decir es que mientras la población se desarrollaba en progresión geométrica (crecimiento exponencial) la producción de alimentos tendía a hacerlo en progresión aritmética (progresión lineal), por lo cual no podría por menos suceder que, en un momento dado, los recursos alimenticios resultasen insuficientes y los salarios llegasen a situarse incluso por debajo del nivel de subsistencia. Malthus pensaba que la promoción de los hábitos de prudencia en lo tocante al matrimonio y la procreación, así como la derogación de la Ley de Pobres estimularía del bien general de toda la comunidad.



La miseria (1886), por Cristobal Rojas (1857-1890), junto a Michelena, exponente de la pintura venezolana del s. XIX.
La pintura está inspirada en un hecho real sucedido a una familia vecina de Rojas y representa al cabeza de familia,
un peón italiano, desesperado junto al cadaver de su mujer fallecida por falta de recursos para la compra de medicinas.



          En tiempos de Malthus la Ley de Pobres se había convertido en asunto de crítica creciente. Diseñada para aliviar la pobreza, esta ley parecía crear la privación misma que supuestamente debía eliminar. El impuesto para los pobres se cobraba sobre la tierra y los edificios utilizados como instrumentos de producción. La tasa del impuesto tendía a aumentar, presionando a los pequeños propietarios de la parroquia. Perversamente el sistema daba cobijo a abusos en muchos sentidos. Dado que los salarios de los trabajadores que recibían ingresos menores de cierto nivel se complementaban con los fondos de la Ley de Pobres, los agricultores locales reducían deliberadamente los salarios para hacer recaer sobre la comunidad la mayor carga posible de los costes salariales. Además, en muchas parroquias los agricultores locales contrataban a los jornaleros desempleados y subsidiados, pagándoles salarios menores que el nivel considerado mínimo, para que después fuesen complementados gracias merced a la Poor’s Law. La práctica en cuestión inducía a los agricultores a recurrir cada vez más a los subsidiados y a despedir a los trabajadores agrícolas independientes, los cuales se veían obligados a pasar por el sistema de beneficencia.

          Sostenía Malthus que las bondades de la Ley de Pobres eran superadas por sus defectos. En primer lugar, el sistema de beneficencia tendía a debilitar el incentivo del ahorro. También tendía a destruir el comportamiento responsable. Cuando los pobres saben que siempre podrán recurrir a la asistencia de la parroquia, se casarán a edad relativamente temprana y procrearán más hijos que serán sostenidos por la parroquia. La Ley de Pobres alentaba el matrimonio y consecuentemente el crecimiento demográfico. Al aumentar la población empeoraría la razón alimentos-población, se elevarían los precios de los alimentos, declinarían los niveles de vida reales, y más personas tendrían que solicitar la asistencia pública.

          Los efectos redistributivos de la Ley de Pobres eran también inconvenientes en opinión de Malthus. Suponiendo inelástica la oferta de trigo, sostuvo, a medida que el poder se compra se transfiere de las clases medias y altas a los grupos de ingresos bajos, estos podrían permanecer en el mercado. Su demanda de trigo tendía a ser muy inelástica, y gastaban en alimentos la mayor parte del incremento de su ingreso causado por la transferencia, si no es que la totalidad. La demanda de alimentos (especialmente de trigo) de los grupos de ingresos altos es más elástica, de modo que una parte del poder de compra del que se les privaba podría haberte gastado en otra cosa. En consecuencia, la demanda agregada de trigo era mayor que lo que habría sido ni no hubiese sucedido la transferencia del poder de compra. Los precios de los alimentos se elevaban y las clases medias bajas (aquellas que están inmediatamente por encima de la clase pobre), que en opinión de Malthus constituían una porción muy grande de la población total, padecían privaciones. Así pues, el sistema castigaba a los miembros más valiosos, capacitados e industriosos de la sociedad.

          Para un utilitarista como Malthus, el objetivo final de cualquier sistema debería ser un incremento neto del bienestar total y dudaba seriamente de que los beneficios recibidos por los pobres fuesen mayores que las penurias causadas al resto de clases sociales. En opinión de Malthus, la Ley de Pobres no promovía la mayor felicidad del mayor número y si no existiese la Ley de Pobres podrían existir algunos otros casos de grave penuria, pero la cantidad total del bienestar humano sería mayor de lo que en efecto era en su época.

          Malthus propugnaba una abolición gradual de la Ley de Pobres. En lugar de dar dinero a los pobres, recomendaba el uso gratuito de pequeños lotes de tierra que estuviesen fuera de cultivo. Además, recomendaba la creación de instituciones de ahorro y el desarrollo de programas educativos que enseñaran a los pobres cuales eran las causas reales de la pobreza y como podrían proteger e impulsar sus propios interesas.

          El Parlamento Británico creó en 1832 una Comisión Real encargada de investigar el funcionamiento del sistema de la Ley de Pobres a fin de proponer algunas reformas. El informe se presentó dos años más tarde y en sus conclusiones podían discernirse las teorías de Malthus. En 1834 el gobierno acató las sugerencias del informe. Se centralizó la administración de todo el sistema, se limitó la asistencia a los inválidos y los enfermos, etc… mientras que las personas sanas que solicitasen asistencia deberían entrar a trabajar. En los talleres estaban separados los sexos para que no se procrearan niños pobres, y las condiciones del taller se encontraban por debajo de las disfrutadas afuera por el trabajador peor pagado, a fin de desalentar la entrada. Entre 1831 y 1847 el número de miserables de Gran Bretaña disminuyó cerca de un cuarenta por ciento.

          Los antagonistas de Malthus fueron y son de una potencia indudable. Paradójicamente, en el frente antimalthusiano confluyeron católicos y marxistas. Los primeros, por razones religiosas de oposición al control de la natalidad, en base al mensaje natalista del Antiguo Testamento (Génesis, 1, 27 y 28). Por su parte, los marxistas, desde el propio Marx, entendieron que la tesis malthusiana no hacía otra cosa que disculpar a los propietarios y acusar a sus víctimas, los pretendidos "prolíficos obreros". La realidad, según Marx, era otra muy distinta: la miseria no proviene de un número excesivo de habitantes, sino de la persistencia del modo de producción capitalista, es decir, del régimen de propiedad privada con todas sus secuelas. Más concretamente, en su Teoría de la Plusvalía Marx no dudó en afirmar que "el odio de las clases trabajadoras contra Malthus -el párroco charlatán, como despectivamente le llamó Cobbett- estaba plenamente justificado. El pueblo tenía razón en esto, al sentir instintivamente que se enfrentaba no a un hombre de ciencia, sino a un abogado comprado, a un defensor representante de sus enemigos, a un desvergonzado sicofante de las clases dirigentes".

          Aun así, resulta sorprendente que Marx haya prestado tan escasa atención a la cuestión de la sobrepoblación, si tenemos en cuenta que Malthus la había considerado como un obstáculo insuperable para cualquier sociedad fundada en principios socialistas. No se olvide que ya en su primer Ensayo, el de 1798, apuntó que si alguna vez llegaba a existir una sociedad socialista perfecta como la descrita por William Godwin, no sobreviría por largo tiempo ya que se eliminarían todos los obstáculos del crecimiento demográfico y, consecuentemente, la población crecería a una tasa tan superior a la de los medios de subsistencia que la nueva comunidad se derrumbaría ante el exceso de población. En las obras de Marx sólo se encuentran algunas referencias dispersas a esta cuestión y, pese a sus severos comentarios antimalthusianos, nunca presentó una teoría de la población sistemáticamente desarrollada que sustituyera a la del hombre que tan duramente juzgaba.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Sobre el desabejamiento: CCD o el síndrome del colapso de las colonias de Apis mellifera…

La importancia de las abejas trasciende más allá de su propio nicho ecológico y de su posición como especie en la naturaleza. Las poblaciones de este himenóptero tienen un papel protagonista en el ámbito económico, puesto que se calcula que un tercio de la producción mundial de alimentos depende directamente de las abejas, cuya labor de polinización es indispensable para los cultivos. También se ha estimado que un 84% de las especies vegetales y un 76% de la producción alimentaria en Europa dependen de la polinización de las abejas. En números eso significa que unos 30.000 millones de euros de la economía mundial están ligados al sector apícola.


Ejemplar adulto de abeja portando sobre el torax un ácaro varroa (fotografía de Stephen Ausmus, USDA).


El volumen económico del sector apícola en la UE asciende a unos 15.000 millones de euros anuales. En este sector participan unos 600.000 apicultores, entre los que hay profesionales, aficionados y también productores agrícolas que tienen esta actividad como complemento de sus ingresos. España posee el mayor número de colmenas (2.459.373, el 17% de la UE, de las que un 80% pertenecen a apicultores profesionales) y es el país de la Unión que más se beneficia de los fondos europeos para el segmento apícola.

Pero hace ya varios años que, cada invierno, miles de apicultores de todo el mundo encuentran sus colmenas vacías de la noche a la mañana. Colonias completas se desvanecen sin dejar rastro. El responsable es el llamado Síndrome (trastorno o desorden) del colapso de las colonias (CCD, colony collapse disorder), también conocido como desabejamiento, una enfermedad que tiene desconcertada a la comunidad científica, por el desconocimiento de sus causas, y que pone en peligro la supervivencia de una especie básica para la biodiversidad. El problema puede considerarse global, según el informe recién hecho público por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), que asegura que este fenómeno se ha extendido a nuevas regiones del planeta. Hasta fechas recientes, sólo se había registrado un alarmante aumento de muertes en EEUU y en algunas regiones de Europa, incluida España. Sin embargo, según el informe, en los últimos años el problema se ha extendido a Australia, China, Japón y el norte de África, en la ribera del Nilo.

El informe señala que esta grave disminución de las colonias se debe a múltiples factores, como el cambio climático, la contaminación, los pesticidas y el creciente papel de determinados parásitos, que están mermando los cultivos. La relevancia de este desabejamiento es enorme, ya que en las últimas décadas se ha multiplicado el número de cultivos dependientes de la polinización por abejas. En el caso de determinadas frutas, la producción de semillas disminuye en más del 90% cuando desaparecen estas eficientes polinizadoras.  Ya en 2009 el controvertido documental 'Vanishing the bees' (La desaparición de las abejas) reflejaba el letal impacto de ciertos productos químicos agrícolas en el sector apícola.



 Producción de miel en EEUU desde 1945 hasta 2007, según el US Department of Agriculture's.


Precisamente el Parlamento Europeo aprobó el pasado martes 15 de noviembre un informe que solicita reforzar el apoyo al sector apícola en el marco de la nueva política agraria (PAC) a partir de 2013, creando un régimen especial de ayudas a los apicultores mediante pagos por colonias de abejas, y lanzando un proyecto europeo de recuperación de las poblaciones de Apis mellifera sostenido en el desarrollo de tratamientos eficaces e innovadores contra la varroasis (enfermedad que afecta a las abejas, causada por un ácaro parásito, y responsable de un 10% de pérdidas anuales). Según el informe, esta medida ha de contribuir a la preservación del sector apícola europeo e incentivará a los jóvenes a dedicarse a la apicultura.

Entre otros aspectos del informe, destaca la propuesta de creación de una red europea de colmenares de referencia para controlar los efectos de las condiciones medioambientales y las prácticas apícolas y agrícolas sobre la salud de las abejas. Además, solicita que se mejore la metodología de evaluación del riesgo para los plaguicidas, con el fin de proteger la salud de las colonias de abejas, y la introducción del etiquetado obligatorio con la indicación del país de origen para los productos apícolas importados o producidos en la UE. El texto también destaca la importancia de definir los parámetros de calidad de la miel y pide apoyo para la investigación de nuevos métodos que detecten la adulteración de este producto.