Ayer, a la
caída de la tarde, cuando el gran acantilado es de cinabrio, he vuelto a la
isla. Las cabezas de los cazones y sus entrañas yacían en las rocas cercanas al
muelle, arrojadas al creciente de la marea. Las gaviotas abatían sobre los
despojos. Los hijos de Roque y otros muchachos pulpeaban con máscaras de buceo,
y en el grao de La Caleta se confundían, por las sucias haldas del agua,
gallinas y pájaros de la mar en sociedad apacible. Una mujer en cuclillas
extendía un estático cardumen de pejeverdes en el picón del secadero, y el ala
baja y ancha de su sombrerillo de pleita me impidió verle el rostro. El molino
de gofio, sin velas, como un gigantesco esqueleto de reloj, alzaba sus
engranajes y estructura hexagonal por cima del caserío. El rebaño de camellos
se perfilaba en las dunas volviendo de los matos pastizos de la llanía.
(“Parte de una historia”,
Ignacio Aldecoa, 1967)
El pescador griego, por Nelson Sandgren, óleo sobre tabla. Colección particular.
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