Cuando vivíamos
en aquella casa del final de Flats Road, y antes de que mi madre aprendiera a
conducir, solíamos ir juntas a la ciudad andando; la ciudad era Jubilee, a un
kilómetro y medio de distancia. Mientras ella cerraba la puerta con llave, yo
tenía que correr hacia la verja y mirar a ambos lados de la carretera, parar
asegurarme de que no venía nadie. ¿Quién podía estar en esa carretera, aparte
del lechero y de tío Benny? En cuanto hacía un gesto de negación, ella escondía
la llave debajo del segundo poste del porche, donde se había podrido la madera
dejando un pequeño hueco. Creía en los robos.
Dando la
espalda al pantano de Grenoch, al río Wawanash y a unas colinas lejanas,
peladas y boscosas a la vez, que, a pesar de haber estudiado los accidentes
geográficos, cría que eran el fin del fundo, enfilábamos Flats Road, que por
ese extremo era poco más de dos surcos separados por una vigorosa franja de
llantén y pamplina.
(“La vida de las
mujeres”, Alice Munro, 1971)
Oriente, por Justo San Felices. 50x55 cm, acuarela sobre papel. En Galería Van Dyck (Gijón).
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