Descubrí la obra del profesor Fernández-Armesto volando hacia Venezuela. Si bien la noche anterior me encargué de preparar meticulosamente la maleta, check-list al uso, cuando salía por la puerta de mi casa, aún sin amanecer, recordé que no había metido algunos libros, siempre imprescindibles para las diez horas de avión, doce sumando la escala en Madrid. En menos de un minuto me aprovisioné de media docena de los últimos volúmenes llegados a mi biblioteca, entre ellos Civilizaciones: La lucha del hombre por controlar la naturaleza (Taurus, 2002). A 35.000 pies de altitud el prefacio no me resultó interesante. En cambio, la introducción acerca del afán civilizador, del proceso y del progreso, logró soslayar a Morfeo durante todo el vuelo. Las casi setecientas páginas de Civilizaciones fueron cayendo una tras otra antes de dos semanas. Posteriormente tuve contacto con el profesor Fernández-Armesto vía correo electrónico, cuando le planteé algunas posibles correcciones, menores, sobre el texto original, con alguna de las cuales se mostró de acuerdo.
Esta semana leo, publicado en Orbyt (la web de pago de El Mundo, híbrido entre lo digital y lo tradicional), un artículo del profesor Fernández-Armesto del que no puedo menos que recomendar su lectura. Puesto que esta sólo se puede realizar previo pago, me permito la licencia de publicarlo aquí en acceso libre y gratuito.
"Buques ingleses frente a la Armada Invencible", de autor desconocido perteneciente a la Escuela Inglesa del siglo XVI,
en el National Maritime Museum (Greenwich, London), reproduciendo la batalla del 2 de agosto de 1588 frente a Gravelinas,
entre la flota española, bajo el mando del duque de Medina-Sidonia, y la inglesa, dirigida por Francis Drake.
en el National Maritime Museum (Greenwich, London), reproduciendo la batalla del 2 de agosto de 1588 frente a Gravelinas,
entre la flota española, bajo el mando del duque de Medina-Sidonia, y la inglesa, dirigida por Francis Drake.
"¡Vivan las crisis! A menudo, y cada vez con más frecuencia, amigos y colegas en EEUU me preguntan -con cierta tendencia a disfrutar de la Schadenfreude que es normal en una cultura donde todo el mundo se esfuerza en sonreír- si los europeos podemos sobrevivir entre los problemas que nos rodean. Les contesto que cuantas más crisis, mejor.
No se lo digo sólo porque me gusten las provocaciones. Ni quiero insinuar que estemos ya a salvo: el euro podría todavía hundirse y es posible que nuestras economías se desplomen hacia el fondo del abismo. La misma Unión Europea podría saltar en pedazos. Las crisis son así. Son, literalmente y según la etimología de la palabra, momentos decisivos que pueden salir bien o mal, acabando en triunfo o tragedia, éxito o éxodo, para víctima o triunfador.
Pero si atendemos a los precedentes históricos, observaremos que mientras las crisis afectan adversamente a las sociedades maduras, suelen tener efectos positivos para entidades políticas que, como la Unión Europea, se encuentran en una etapa primitiva de formación. Es casi una ley de la ciencia política, que se demuestra echando una ojeada sobre las historias de las tres formaciones políticas que han logrado erigirse como las grandes superpotencias sucesivas del mundo moderno: la monarquía española, el Reino Unido y EEUU.
Las tres nacieron, o por lo menos impulsaron su trayectoria, en plenas guerras civiles. En el caso español, la contienda entre los seguidores de Juana la Beltraneja e Isabel la Católica dio lugar (aunque no logró determinar definitivamente el futuro de la Península) a que se uniesen las coronas de Castilla y Aragón.
En Gran Bretaña, las dinastías reinantes de Inglaterra y Escocia convergieron pacíficamente, pero la oportunidad de edificar un Gobierno común surgió de la guerra de 1638 y de una larga serie de campañas, interrumpidas pero frecuentes, que siguieron hasta 1690 y aplastaron a los escoceses.
En el caso estadounidense, las 13 colonias que se independizaron en la guerra de 1776-84 se hallaban violentamente hendidas entre realistas y republicanos, quienes lucharon a ultranza entre sí, mientras los ejércitos de Inglaterra, Francia y España y el Congreso liderado por George Washington seguían de maniobras por el país, como corps de ballet danzando elegantemente entre desastres.
La Unión Europea nació de forma semejante, tras la Bürgerkrieg europea de 1914 a 1945, en un continente ansioso en búsqueda de la paz.
A tales momentos de emergencia nacional suceden, por regla general, largas etapas formativas, durante las cuales las nuevas combinaciones políticas se moldean y, poco a poco, se unifican. Las crisis, que exigen un esfuerzo común o animan el intento de colaborar en lugar de mantener actitudes conflictivas, suelen nutrir el proceso. Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que la pérdida de la Armada Invencible en 1588 reforzara a España, permitiendo la construcción de nuevos buques e inspirando el emplazamiento de una serie de fortificaciones nuevas en todo el Imperio español, de manera que nuestro país no sufrió otra derrota naval hasta 1628, y mantuvo su supremacía en los mares atlánticos hasta mediados de los años 30 del siglo XVII.
Luego intervino la serie de tremendas crisis de mediados de siglo, que duraron en ciertos aspectos hasta el final de la Guerra de Sucesión en 1716. Mucho se perdió en aquellos momentos: Portugal se escindió de la monarquía en los años 40; Gibraltar fue ocupado por los ingleses en 1702; las provincias norteñas de los Países Bajos formaron una nueva república, cuya independencia España reconoció definitivamente en 1650…
Pero España salió con su imperio mundial íntegro e incluso aumentado, y con el país unido por la Nueva Planta, que estableció instituciones superiores para Castilla y Cataluña. La Corona superó la siguiente crisis, la de las guerras de 1739 a 1763, y logró entonces su mayor extensión, recuperando varios enclaves perdidos como Menorca y Nápoles e incorporando vastos territorios americanos. En este sentido, el apogeo de la monarquía española se alcanzó en 1792, cuando un agente de la Corona alzó la bandera en la tierra de los Mandanes de Dakota del Norte. Parece que el sentimiento de pertenecer todos a una misma nación nunca fue tan profundo en España como en las primeras dos décadas del siglo XIX.
Gran Bretaña, mientras tanto, se convirtió en el Reino Unido en 1707, como respuesta a las nuevas guerras civiles en Escocia provocadas por la gran revolución de 1688, que destituyó al último monarca católico y coronó al caudillo holandés Guillermo III. Otra vez más, una crisis había promovido un proceso de unificación. El nuevo Estado resultó mucho más eficaz que el anterior, derrotando a la Francia de Luis XIV. Otra rebelión de malcontentos del norte de Escocia en 1745 amenazó al país entero, pero las autoridades la suprimieron cruelmente, aprovechando la ocasión para mejorar su control. El concepto de ser British en lugar de inglés o escocés iba recomendándose poco a poco, gracias a la prosperidad de la segunda mitad del siglo. Luego intervino la crisis prolongada y espantosa de la guerra de separación norteamericana -la mayor derrota sufrida por armas inglesas en el siglo XVIII-, pero el ascenso del Reino Unido hacia el rango de mayor potencia del mundo ni siquiera se interrumpió. Una serie de conquistas infinitamente más provechosas en la India compensó con creces a la pérdida de las colonias del Nuevo Mundo. Después de la crisis siguiente -la de la lucha contra Napoleón- el Reino Unido salió de nuevo más fuerte que nunca, con más colonias y más riqueza, para acumular a lo largo del siglo XIX el imperio más extenso que nunca se había visto en el mundo.
En cuanto a EEUU, la república recién creada pudo haberse disuelto hacia fines del siglo XVIII o a principios del XIX -como ocurrió luego a las repúblicas hispanoamericanas que se mostraron incapaces de sobrevivir a su propia independencia sin fragmentarse-. Pero centralistas y autonomistas dejaron de lado sus luchas para afrontar a los ingleses en la primera gran crisis de la historia poscolonial estadounidense: la guerra de 1812. La úlcera, empero, no se curó por completo y seguía supurando hasta que por fin, en 1860, el país se quebrantó en dos estados rivales y hostiles. Tras una guerra civil sangrienta -indudablemente la mayor crisis de la historia norteamericana- el Estado central salió más fuerte que nunca, desvirtuando a los separatistas y reduciendo a los disidentes a una existencia sumisa e impotente. Si las guerras suelen ser las crisis más graves para los estados que las experimentan, es notable que EEUU ha librado más guerras provechosas que cualquier otro país.
Así que en la historia de España, Reino Unido y EEUU, las crisis contribuyeron a consolidar los países y convertirlos en superpotencias. Fue al alcanzar alturas insuperables cuando empezaron a sufrir los efectos negativos de sus crisis: España con la guerra de independencia napoleónica, Reino Unido con las guerras mundiales, y EEUU con la guerra de Irak y el colapso financiero de 2008.
En Europa no hemos llegado a un punto semejante. Hemos superado nuestras grandes crisis: las pérdidas de los imperios europeos en el mundo, la revolución social y moral que se echó a la calle en 1968, la crisis mundial del suministro de petróleo con la inflación de los años 70, la incorporación de varios estados democratizantes, la reunificación de Alemania… A cada paso hemos salido más unidos, con más instituciones comunes y más naciones y comunidades históricas reunidas, más encaminadas hacia esa unión progresivamente más estrecha que suponen los tratados constituyentes de nuestro protoestado. Hemos creado un Parlamento común, un sistema compartido de reglamentación sanitaria, laboral y medioambiental, un marco de colaboración estratégica dentro de la OTAN, un sistema paneuropeo de justicia y de defensa de los derechos humanos, un banco central y un dinero único entre 17 estados. Tenemos las bases de una ciudadanía única, con el derecho de vivir, trabajar y estudiar en toda la unión.
Cuando acabemos de construir un Estado único europeo, si logramos hacerlo, a juzgar por los precedentes históricos seremos vulnerables no por las crisis sino por los delirios de grandeza. Mientras tanto, los europeos seguimos los pasos de España en los siglos XVII y XVIII, o Reino Unido en el XVIII y XIX, o EEUU en el XIX y XX. Lo peor será lograr el grado de gran superpotencia mundial. Cuando esto suceda, sí empezaré a tener miedo de que una crisis acabe con nosotros".
Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950), es historiador. Desde 1983 es miembro de la facultad de Historia Moderna de la Universidad de Oxford; fue Fellow del Instituto de Estudios Avanzados de los Países Bajos entre 1999 y 2000 y posteriormente fue profesor en la Universidad de Minnessota. Desde septiembre de 2005 a 2009 ejerció la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts). Fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Los Andes (Colombia) y también por la Universidad de La Trobe (Australia). Desde 2009 es titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame. Ha publicado más de dieciocho obras y entre otros galardones ha obtenido la Cairo Medal del Nacional Maritime Museum, en 1997, y la John Carter Brown Medal, en 1999.
hombre talentoso Felipe Fernandez-Armesto.
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