«Últimamente estás cambiando mucho»,
me dice una amiga. «¿Para mejor o para peor?», le pregunto. «Yo creo que para
mejor», responde. Y yo sonrío. Parece que mi plan comienza a funcionar. He
tardado un poco, pero ya estoy aprendiendo a dominar el funcionamiento de las
redes sociales virtuales y no virtuales.
Para triunfar en esta vida, en palabras de García Martín, además de suerte y algún talento, hacen falta tres virtudes de las que yo
siempre he andado escaso. La primera, la hipocresía. Yo siempre he sido un
maleducado. O decía lo que pensaba, por desagradable que fuera, o lo callaba
por timidez, pero lo daba claramente a entender. Ahora le he cogido el gusto a
ser hipócrita. Es hasta divertido. Como representar una obra de teatro. La segunda, la falsa modestia.
Sólo los que carecen por completo de ambición pueden permitirse el lujo de no ser
modestos. Sin modestia no se consigue nada. Sin modestia fingida, por supuesto.
La verdadera le vuelve a uno invisible. La tercera virtud, la más eficaz,
es la adulación. Con la adulación se llega a todas partes, la adulación abre todas
las puertas. Elogia, elogia sin tasa ─me
digo─, que no hay
elogio tan hiperbólico que no parezca verosímil para el adulado.
Si hubiera sabido esto a los
veinte años, ahora sería un triunfador. Bueno, lo que habitualmente se entiende
por ser un triunfador. Porque serlo, serlo, de alguna manera lo soy. ¿Qué mayor
triunfo que haber hecho siempre lo que a uno le ha dado la gana?
Julia (h. 1909), por Ramón Casas. Óleo sobre lienzo. Colección privada.
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