miércoles, 10 de octubre de 2012

Sobre africanos, J.J. Rousseau y Michel de Montaigne...

            Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a que planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones.



Estatua en honor de Michel de Mointaigne (1533-1592), levantada en 1930.
Se encuentra en la Square Paul Painlevé, en el céntrico Barrio Latino de París. Situada delante de la Universidad
de La Sorbonne, sirve de amuleto para los estudiantes, quienes antes de los exámenes le tocan el pie derecho.



En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para todos que los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por lo tanto,  no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental.

En esta época de neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia sociedad  y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Como apuntaba este último, todo lo que no sean nuestras costumbres pertenece a la barbarie.


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