Popularmente
se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos
ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el
rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos
análisis encaminados a determinar a que planta pertenece una hoja, fruto o
corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera
interesada en sus interpretaciones.
Estatua en honor de Michel de Mointaigne (1533-1592), levantada en 1930.
Se encuentra en la Square Paul Painlevé, en el
céntrico Barrio Latino de París. Situada delante de la Universidad
de
La Sorbonne, sirve de amuleto para los estudiantes, quienes antes de los
exámenes le tocan el pie derecho.
En la época en que se daba por
sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para
todos que los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente
no eran muy listos. Por lo tanto, no era
de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El
antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta
concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica
guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador
occidental.
En esta época de
neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente
en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los
occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar
algo referente a su propia sociedad y
reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Como apuntaba este último, todo lo que no sean nuestras costumbres pertenece a la barbarie.
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