Esta mañana leo a Ángeles Caso
en la sección de opinión de El País. La gijonesa, licenciada en Historia del
Arte y escritora, autora del ensayo Las olvidadas. Una historia de mujeres creadoras (Planeta, 2007), repasa con acierto la vida de todas esas mujeres excepcionales que precedieron a las
creadoras del mundo actual y que sufrieron la hostilidad hacia la
cultura femenina.
"Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro". Han tenido que pasar casi tres mil años para que esa frase de Safo a sus compañeras poetas se convierta en realidad. Entretanto, generaciones y generaciones de mujeres vivieron confinadas en el silencio, la ignorancia y la sumisión al poder masculino. Sin embargo, muchas escaparon a las normas y trataron de desarrollar su inteligencia y su talento, logrando comunicarse a través de sus propias obras. Mujeres creadoras y sabias, escritoras, artistas o compositoras que se rebelaron contra el orden imperante y tuvieron que vivir entre dudas, temores y persecuciones. Algunas llegaron a obtener el reconocimiento de sus contemporáneos, como Hildegarda de Bingen, consejera de papas y emperadores, Cristina de Pisan, cronista de la historia de Francia, Beatriz Galindo, preceptora de latín de Isabel la Católica, etc. Pero la historia las borró de sus índices, postergándolas de nuevo en el silencio del que ellas había intentado huir. Ángeles Caso rastrea la vida de todas esas creadoras.
"Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro". Han tenido que pasar casi tres mil años para que esa frase de Safo a sus compañeras poetas se convierta en realidad. Entretanto, generaciones y generaciones de mujeres vivieron confinadas en el silencio, la ignorancia y la sumisión al poder masculino. Sin embargo, muchas escaparon a las normas y trataron de desarrollar su inteligencia y su talento, logrando comunicarse a través de sus propias obras. Mujeres creadoras y sabias, escritoras, artistas o compositoras que se rebelaron contra el orden imperante y tuvieron que vivir entre dudas, temores y persecuciones. Algunas llegaron a obtener el reconocimiento de sus contemporáneos, como Hildegarda de Bingen, consejera de papas y emperadores, Cristina de Pisan, cronista de la historia de Francia, Beatriz Galindo, preceptora de latín de Isabel la Católica, etc. Pero la historia las borró de sus índices, postergándolas de nuevo en el silencio del que ellas había intentado huir. Ángeles Caso rastrea la vida de todas esas creadoras.
Jael and Sisera (circa 1620), por Artemisia Gentileschi (Roma, 1593-Nápoles, hacia 1656),
oleo sobre lienzo, 86x125 cm, en el Museum of Fine Arts de Budapest, Hungría.
Un amanecer de hace 25.000
años, en algún lugar cercano a lo que hoy llamamos el mar Cantábrico, un grupo
de hombres —seguro que eran hombres— se abrió paso monte arriba entre los
acebos y los tojos, camino de una gruta en cuya oscuridad se adentraron
valientemente, iluminándose con grasientas teas. Aquella mañana milagrosa,
sobre las paredes de la caverna dejaron la representación pintada o grabada de
los animales de su entorno, caballos, bisontes o ciervos. Y una curiosa
cantidad de siluetas de manos, que lograron hacer colocando sus palmas contra
la piedra y escupiendo alrededor pigmento de ocre.
Sí, el arte paleolítico lo
hicieron los varones. Eso es lo que siempre imaginamos: eran ellos
quienes se dedicaban a esa actividad religioso-artística. Hombres. Cazadores y
brujos, y también pintores. Pero ¿por qué ellos? ¿Hay pruebas que
demuestren esa autoría masculina? Existen pruebas, en efecto, pero no en ese
sentido. Los expertos siempre pensaron que, dadas las diferencias de tamaño,
buena parte de las manos plasmadas en las cavernas debían de ser manos de
mujer. Ahora, un programa informático diseñado por científicos del Centre
National de la Recherche Scientifique (el CSIC francés) lo ha demostrado: algo
más de la mitad de esas siluetas corresponden, por sus medidas y su morfología,
a cuerpos femeninos. Las mujeres estuvieron allí, y podemos suponer que
participaron igualmente en la representación de otras figuras. En el
paleolítico hubo mujeres “artistas”, que pintaron en las grutas entremezcladas
con los hombres. Si nunca nos las imaginamos en esa tarea, es sin duda a causa
de ese prejuicio tan asentado en nuestros cerebros que nos lleva a creer que
casi todas las cosas importantes de la humanidad —salvo parir— las han hecho
los hombres.
Labourage nivernais; le sombrage (1849), por Rosa Bonheur (Bordeaux, 1822-Thomery, 1899),
oleo sobre tabla, 134x260 cm, en el Musée d'Orsay de Paris, Francia.
Les pido que ahora nos
acerquemos por un instante al ámbito tenebroso de los monasterios medievales,
donde los monjes se dedicaron durante siglos a preservar la
cultura y la tradición escrita y a crear pacientemente las extraordinarias
ilustraciones de los códices miniados. De nuevo los hombres.
¿Seguro...?. También en este caso los hechos demuestran algo diferente: sabemos
para empezar que, hasta el siglo XIII, los monasterios europeos eran dúplices,
es decir, cobijaban —aunque en edificios separados— a monjes y monjas. Ambos
sexos compartían el trabajo en los scriptoria, los talleres donde se
copiaban e iluminaban los manuscritos. La mayor parte de ellos carecen de
firma, lo que hace imposible su atribución. Pero algunos contienen sorpresas:
por ejemplo, el códice de los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana
que se conserva en la catedral de Gerona y que es una obra maestra del género.
El libro se terminó el 6 de julio de 975 en el scriptorium del
monasterio de San Salvador de Tábara (Zamora), y está firmado por “Emeterio,
monje y sacerdote” y “Ende, pintora (pictrix) y sierva de Dios”. Un
primer nombre de mujer para la historia del arte español.
Qué
misteriosa, Ende. Pero su existencia brumosa no es, como podría parecer, una
anomalía irrepetible. Por supuesto que la presencia femenina en el mundo de las
artes europeas fue rara hasta finales del siglo XIX, igual que lo fue en
cualquier otra actividad que supusiera beneficios cuantiosos y prestigio
social. Rara, pero real. Aunque apenas las conozcamos, hubo un notable puñado
de mujeres, sin duda valientes, que a lo largo de los siglos pintaron o
esculpieron. Mujeres que casi siempre habían aprendido el oficio de manos de
sus propios padres en el taller familiar.
Ellas compitieron codo a codo
con los hombres por lograr el apoyo de los grandes mecenas, los monarcas, la
aristocracia y el alto clero. A veces fueron vapuleadas y tratadas con
desprecio. Algunas abandonaron ante las presiones sociales. Otras permanecieron
ocultas tras la figura del padre o del marido. Pero también las hubo que
defendieron con uñas y dientes su talento y lograron imponerse como artistas de
éxito en un mercado en el que la lucha por hacerse con los encargos era feroz.
Unas cuantas llegaron a ser reconocidas en toda Europa, vivieron viajando de un
país a otro, solicitadas de todas partes, y se construyeron sólidas fortunas.
La femme aux bas blancs (1924), por Suzanne Valadon (Bessines-sur-Gartempe, 1867-París, 1938),
oleo sobre lienzo, 73x60 cm, en el Musée des Beaux-Arts de Nancy, Francia.
oleo sobre lienzo, 73x60 cm, en el Musée des Beaux-Arts de Nancy, Francia.
Ahí están, como pequeños rayos
de luz lunar en ese universo mayoritariamente masculino, Sofonisba Anguissola
(1532-1625), que durante 13 años retrató a los miembros de la familia de Felipe
II. Lavinia Fontana (1552-1614), que pintó para el Papa Clemente VIII y llegó a
cobrar por sus retratos lo mismo que el gran Van Dyck. Artemisia Gentileschi
(1593-1652), que ganó tanto dinero con sus espléndidos cuadros que pudo casar a
sus hijas con nobles españoles, previo pago de enormes dotes. Judith Leyster
(1609-1660), que alcanzó un gran éxito en Holanda. Luisa Roldán, La Roldana
(1652-1704), exquisita escultora de cámara —el máximo honor de la época— de Carlos
II y de Felipe V. Rosalba Carriera (1675-1757), favorita en muchos palacios e
introductora de la técnica del pastel en la Francia del rococó. Angelica
Kauffmann (1741-1807), que se enriqueció en Inglaterra con sus obras
neoclásicas. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), retratista preferida de María
Antonieta y codiciada por la nobleza de toda Europa. Constance Charpentier
(1767-1849), premiada en varios de los famosos salones parisinos de su tiempo.
O Rosa Bonheur (1822-1899), famosísima en medio mundo gracias a sus cuadros de
animales.
Son únicamente algunos nombres
del notable grupo de mujeres que precedieron a las impresionistas y
post-impresionistas —Berthe Morisot, Mary Cassat, Eva Gonzalès, Camille
Claudel, Lluïsa Vidal o Suzanne Valadon— y a las artistas de las primeras
vanguardias. Solo entonces, a finales del siglo XIX, cuando la condición
femenina comenzaba lentamente a cambiar, empezaron a aparecer en las escuelas
de arte decenas de muchachas que aspiraban a convertirse en artistas, ya no como
“rarezas”, sino como auténticas iguales y colegas de los hombres. Solo
entonces, a algunos no le quedó más remedio que poner en duda la idea tan
extendida —y aún no del todo derrotada— de que el sexo femenino no estaba
capacitado para la creación artística. “El arte es ajeno al espíritu de las
mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad
casi siempre rara en ellas”, había escrito Boccaccio. Un pensamiento que
repitieron una y otra vez a lo largo de los siglos muchos hombres ingeniosos.
(Y sospecho que un tanto misóginos.)
Todas
esas mujeres fueron reales. Existieron. Pintaron o esculpieron. Y triunfaron.
La gran pregunta es por qué no aparecen en la mayor parte de los libros de
historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. Supongo que la
respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores,
críticos y conservadores hasta tiempos muy recientes. Ellos, defensores
conscientes o inconscientes del androcentrismo en la cultura, han relegado a
las escasas artistas históricas al olvido. Han omitido sus nombres en sus
estudios, han arrumbado sus cuadros en los depósitos o los han colgado en los
rincones más oscuros de las salas. Y a veces, los han expuesto bajo los nombres
de grandes maestros, por supuesto varones: sin ir más lejos, en el Museo del
Prado han “aparecido” en los últimos años dos espléndidos retratos de Sofonisba
Anguissola y uno más que se le atribuye, cuadros que siempre se habían
considerado obras de otros pintores.
Sí, ya sé, ya sé, el eterno
recelo: es cierto que ninguna de ellas llegó a ser Leonardo o Velázquez o Goya.
No hubo ningún genio entre esas pintoras. Pero quienes afirman eso suelen
olvidar que su número fue mucho menor que el de los hombres, su lucha mucho más
intensa y probablemente su autoestima infinitamente más débil. Y que, desde
luego, tampoco la mayoría de los artistas masculinos que aparecen en los
manuales de historia del arte y que cuelgan en los museos fueron Leonardo, ni
Velázquez, ni Goya. Y, sin embargo, ahí están. Visibles y recordados, aunque no
fueran los mejores, mientras ellas descansan todavía, en buena medida, en el
limbo —tan femenino— de la inexistencia.
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