No solamente yo estudiaba en la escuela; estudiaba en la casa, en el prado
cuidando el ganado y hasta cuando iba montado en el burro rumbo al molino, un asno de mala casta,
enterizo y cerril que, al morírsenos la burra vieja, lo compró mi padre no sé
dónde, por cuatro cuartos, cuando aún no era para montar y tenía una lana tan larga
como el carnero de los Aguirre. Tardó mucho en dejarse montar y nunca fue asno de
buena ley. Era un catedrático en dar saltos y en tirar al jinete, cuándo por
sobre las orejas, cuándo por sobre el trasero, despidiéndolos con dos coces y
yéndose lejos, a trote largo, las orejas altas, los ojos avizores y un gran relincha
victorioso.
Donkey riding on the beach (18901-1901), por Isaac Israëls, óleo sobre lienzo, 51x70 cm, Rijksmuseum, Amsterdam (Holanda).
Me hice tan famoso en el pueblo, en esto de amansar burros, que de todos
los entornas venían los vecinos a encargarme la doma de un burro nuevo. Los
llevaba a un prado, casi siempre el de Pepón, los montaba muy hacia delante,
les metía las piernas entre los remos delanteros y cuando el burro quería
tirarme, le echaba yo la zancadilla, perdía fuerza y era él el que se caía y yo
sobre él, muy cómodo y abierto de piernas, riendo a mandíbula. Los domaba en
siete u ocho jornadas, venían muchos a verme como en el boxeo, en el teatro o
cuando hay un crimen, y me pagaban dos pesetas de plata enteriza por cada asno
que lograba que entrase en razones.
-¿Ya está domado?
-Creo que sí.
Con estas pesetas no sólo compré un cartapacio y los libros que me
indicaban, una caja de dibujo con todas las herramientas, brillantes como la
plata, sino que mi madre me compró una tela de mahón y me hizo un traje de
chaqueta muy entallada, muy cerrada de cuello, y con los pantalones de los
llamados "abotinados", con el que fui a la romería de la Asunción y
cuentan que estaba muy majo. La boina me la había comprado el tío Blasín, a
cambio de tres "ñervatos" tiernos que le entregue de un nido, y la
llevaba yo engallada, inclinándola sobre la frente, como suele el gallo poner
la cresta, mandón entre las gallinas.
El que temprano anda suelto, es muy difícil de atar. Yo era un niño que
andaba entre hombres. Tenía que ser hombre antes de tiempo. De ahí que me fuese
de cortejo, después de la escuela nocturna. Y de ahí también que mi padre me
esperase detrás de la puerta con la estaca en la mano. Se levantaba en
escarpines y en las noches de invierno le atenazaba el frío. Sin querer,
estornudaba, tosía fuerte y yo, que tenía un oído de lince, me daba cuenta y no
entraba en casa. Me iba de puntillas y dormía en la "tenada", entre
la hierba seca del ganado. A veces me daba pena, porque mi padre seguía en es-
carpines hasta la una o las dos de la noche, esperando que yo llegase para
darme la zurra. Pero entre la pena y la zurra, yo me quedaba con la pena.
Mi madre, en las mañanas de frío, nos hacía unas sopas de ajo, sopas de
casa pobre, antes de partir mi padre al trabajo. Ahora éramos dos, camino de la
cantera. Mi padre, a veces, rechazaba las sopas de ajo, reclamando les fabes
requemadas que habían quedado de la cena. Mi madre las recalentaba y, cuando el
compango brillaba por su ausencia, que era casi siempre, solía mi padre
comerlas, con este estribillo: por la mañana, boroña y fabes, al medio día,
fabes con berces; a la noche, fabes con torta, ¡anda, Xuan, machaca les
piedres! Con todo y este humorismo, mi padre creía en les fabes como el
creyente en Dios. Toda su fuerza para el trabajo la achacaba a les fabes,
repitiendo que yo jamás sería un hombre fuerte, porque huía de ellas no siendo
en los días de fiesta, cuando llevaban su guarnición de tocino, lacón, chorizo
y la sabrosa morcilla.
En realidad, yo acudía a la escuela de Pascuas a Ramos, tanto por el miedo
que comenzaba a tenerle al maestro como por valerse mis padres de mí para los
trabajos de casa y de afuera. Antes de ir a trabajar a los caleros y a las
canteras de Contrueces, nunca se me tuvo ocioso, a no ser cuando yo tomaba el
ocio por mi cuenta y me costaba lo mío, pues la madre daba cuenta al padre y el
padre tomaba la verdasca en la mano. En esto, mi padre se parecía bastante al
maestro de Roces.
Esto de partir para la Habana era cosa seria y daba mucho que hacer, lo
mismo a mí que a los demás. Era de más embarazo que partir para la guerra. Las
madres lloraban lo mismo cuando se embarcaba la juventud para América que para
Marruecos. Lo que indicaba que se volvía tarde o que no se volvía jamás. Yo
pensaba, más que todo, en el "Muley". En el "Muley" que
estaba lejos y en mi madre que estaba cerca. Mi madre me miraba de hito en hito,
daba la vuelta y lloraba por los rincones para que yo no la viera.
Fragmentos de Entre
manzanos (niñez por duros caminos), Revista Norte, México (1952).
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