Cuenta la leyenda de la mitología griega que, siendo aun joven, Hércules fue abordado por dos atractivas mujeres. Una de ellas cubría su esbelto cuerpo con un vestido inmaculadamente blanco, mientras la otra, muy escotada, lo hacía con otro vestido que apenas disimulaba sus voluptuosas formas. Cada una de ellas trató de persuadir a Hércules para que las acompañase en el camino que cada una simbolizaba: la primera le ofrecía una vida de esfuerzos y trabajos recompensados con la fama inmortal y la segunda una vida de sexo, entretenimiento y diversiones. Naturalmente, Hércules eligió a la mujer que representaba el Deber o la Virtud, procediendo a vivir con ella la laboriosa existencia que concluye con su admisión entre los inmortales del Olimpo.
The choice of Hercules (1596), por Annibale Carracci, oleo sobre lienzo, 166 x 237 cm, en la Capodimonti Gallery de Nápoles.
La dicotomía que de este modo confrontan Deber y Placer, oponiendo de forma banal Virtud y Vicio, es algo propio de la doctrina moral oficial de la tradición judeo-cristiana, en la que el deber moral y los pasatiempos mundanos son dos cuestiones mutuamente excluyentes; una perspectiva moral para la que el valor de la vida humana remite a un ámbito trascendente juzgado mediante unos baremos que nada tienen que ver con las realidades de la existencia material y humana.
La elección de Hércules. El placer, el deber y la buena vida en el siglo XXI (Intervención cultural, 2009), breve colección de ensayos a cargo del filósofo inglés Antony Clifford Grayling, se puede leer con premura, aunque no por ello de forma menos reflexiva. A continuación van algunos extractos que me resultaron interesantes.
Sobre el empeño…
…el empeño vital va bien si comporta un compromiso de toda la vida con la educación. Esto no significa necesariamente asistir a clases nocturnas y cosas parecidas; la mejor educación es la lectura atenta y reflexiva, siendo la discusión el mejor complemento de ella, si uno puede encontrar interlocutores válidos. Significa decididamente mantenerse alerta, abierto, inquisitivo, adquiriendo información y ordenándola, investigando, no contentándose con medias verdades y suposiciones vagas. Todo el mundo sabe que hay muchísima porquería en circulación, así que un sano escepticismo es un requisito, pero también hay mucho esnobismo, un esnobismo que se expresa en la falsa idea de que las únicas cosas que vale la pena conocer o a las que hay que hacer caso son las novedades. La sabiduría y la verdad no son un coto vedado de la última moda ideológica, aunque algunos así lo piensen.
El peor error que cometen muchas sociedades es el de pensar que la educación es algo que se limita al periodo de la vida comprendido entre los cinco y los dieciséis o los veintiún años. En la Basilea del gran Jacob Burckhardt, el historiador del Renacimiento, los regentes de la universidad de la ciudad exigían que sus profesores enseñasen no solamente a sus alumnos sino a toda la comunidad. Esta es una idea noble; más noble es aún suponer, por consiguiente, que toda la comunidad desea tener la oportunidad de por vida de aprender, como una parte natural de una ciudadanía inteligente y –todavía más- de la puesta en práctica de la máxima aristotélica según la cual nos educamos para hacer un uso noble de nuestro tiempo libre. Añádase a esto la idea de que uno debería naturalmente desear ser un ciudadano inteligente del mundo y hacer el mejor uso posible de todos sus talentos y oportunidades, y la verdad del argumento cae por su propio peso.
Repitámoslo: la mejor educación se encuentra en la lectura reflexiva y en la discusión. Hay muchas distracciones disponibles en nuestro mundo que pueden hacer disminuir el apetito por ellas, y especialmente por la primera; pero, aunque haya distracciones, no hay excusas que valgan.
Sobre el divorcio…
No hay ejemplo más elocuente a favor del divorcio que el que presenta el poeta John Milton. En 1643 Milton hizo una visita a la casa de campo de un tal Richard Powell, que le debía la entonces nada despreciable suma de 500 libras. Se fue de allí sin su dinero, pero con Mary, la hija de diecisiete años de Powell, como esposa. (Milton tenía entonces 35 años). Un mes después, Mary regresaba a la casa de su padre y el matrimonio había terminado. Ella había sido una niña en un hogar grande y bullicioso; él había confiado en ser bien atendido por su esposa mientras seguía con su trabajo durante sus largas y silenciosas horas de estudio. Además, Milton descubrió que se había equivocado al juzgar el potencial de la mente de Mary, de la que esperaba que llegara a convertirse en una compañera de sus intereses intelectuales y literarios. Un año más tarde, Milton publicó un tratado defendiendo la legitimidad del divorcio por motivos distintos al adulterio, que entonces era el único motivo que lo hacía permisible. En su texto consideraba que la verdadera base del matrimonio no era ni la que consideraban los cristianos (“Creced y multiplicaos”) ni la que proponen los luteranos (“Más vale casarse que abrasarse”), sino otra mucho más temprana (“No es bueno que el hombre esté solo”).
No habría divorcio si no hubiera matrimonio. […] Visto desde este punto de vista, el matrimonio parece una monstruosa interferencia pública en las relaciones personales, y es sorprendente que sean aún tantas las personas que participan en ella. Aparte de sus intereses religiosos (y, de un modo más trivial, de lo divertido que es disfrazarse para la ceremonia, recibir muchos regalos de boda, o de la absurda afirmación de que “casarse es una demostración de compromiso”), cuando se pregunta a las parejas por qué, en vez de simplemente irse a vivir juntas, eligen casarse legalmente, tienden a citar como motivo el interés de los hijos que puedan tener. Antaño, ciertas consideraciones sobre la bastardía podían explicar esto, pero actualmente son irrelevantes.
La verdad, sin duda, es que las personas siguen casándose meramente porque es tradicional hacerlo, y de este modo perpetúan una institución que se originó por razones económicas y sociales poco equitativas, principalmente para controlar la actividad sexual y la fertilidad de las mujeres, y para asegurar con ello que las propiedades que los hombres legan a sus hijos van a parar a aquellos que más probabilidades tienen de serlo realmente. Si la gente tuviera una idea más clara de la historia de la institución, las razones que se dan para entrar en la versión legal del matrimonio (un contrato tripartito entre dos personas y el estado, que otorga a este último unos derechos sobre la relación y los bienes de los contrayentes) serían mucho menos persuasivas.
Sobre la eutanasia…
Los que se oponen a la eutanasia se imaginan que unos padres inoportunamente envejecidos serán destruidos por sus hijos como una camada no deseada de gatitos; que hospitales en apuros aumentarán rutinariamente la administración de morfina no sólo en aquellos casos claramente terminales, sino también en otros más dudosos, pero prolongados y costosos; que los enfermos, en un pasajero ataque de melancolía, tomarán una decisión erróneamente permanente; o que alguien pedirá una inyección final sólo semanas antes de que se produzca un avance médico que podría salvarle la vida. Estas ansiedades aumentan la cantidad de sufrimiento humano en todo el Occidente idealista. Menos perdonable que estas ansiedades es la supersticiosa creencia de que existe un dios que, habiéndonos dado la vida, es el único autorizado a quitárnosla, y que si este dios desea que la vida de alguien termine rodeada de vejaciones y sufrimientos, así tiene que ser.
Aquí la norma tendría que ser que cuando estamos convencidos de que la eutanasia es la forma de proceder más correcta, misericordiosa y humanitaria, deberíamos practicarla. No está fuera del alcance del ingenio humano idear controles reflexivos. Habrá casos difíciles, pueden producirse errores, se cometerán abusos. Pero esto es lo habitual en los asuntos humanos. La creencia de que es meramente la cantidad de vida lo que cuenta nos ciega y nos impide reconocer que podemos y debemos aceptar la revocabilidad en el caso de la eutanasia igual que hacemos en todos los demás casos. Un acto de genuina compasión, en el que ayudemos a una persona a escapar de la agonía o de la indignidad, o de ambas cosas, nos justificará.
Sobre la religión…
Existen sin duda creyentes sinceros que encuentran consuelo e inspiración en su fe y que hacen el bien gracias a ella. A estos creyentes, el espectáculo del terrible historial de derramamiento de sangre, crueldad e intolerancia –a lo largo de la historia y hasta hoy mismo- que tiene la religión ha de resultarles muy doloroso. Pero los fundamentos de la creencia religiosa no se basan en la racionalidad para su aceptación, de modo que no es nada sorprendente que la fe inflija violencia a sus herejes y oponentes, pues sus raíces se hunden en el terreno de la emoción –en la esperanza, el temor, los sentimientos subjetivos de certeza y necesidades psicológicas de diversos tipos. Estas raíces se hunden también en la ignorancia; la religión empezó su recorrido como la ciencia y la tecnología del hombre primitivo, que, rodeado por una naturaleza aterradora, ideó explicaciones del universo (“El universo ha sido creado por un ser activo como nosotros, sólo que invisible y mucho más poderoso”) y un medio para controlar (mediante oraciones y sacrificios) sus fenómenos –especialmente el tiempo meteorológico, la fecundidad de los rebaños y el crecimiento de las cosechas, todos ellos igualmente vitales.
Las reglas morales que surgieron inicialmente con el objetivo de facilitar las relaciones humanas acabaron siendo consagradas como mandamientos divinos, la desobediencia de los cuales era vista como una amenaza a la precaria suspensión de tormentas y terremotos, sequías y hambrunas, que, al igual que la cólera divina, eran posibilidades siempre inminentes.
Estas son las fuentes de buena parte del conservadurismo moral contemporáneo. Pero la religión es, de hecho, o bien irrelevante para las cuestiones relativas a la moralidad, o bien positivamente inmoral.
[…]… los apologistas podrían decir que si no se hubiera producido el accidente de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano, no tendríamos las magníficas Anunciaciones y Madonas del arte renacentista. Pero al lado del carácter sanguinario de buena parte de la historia cristiana –sus cruzadas, inquisiciones, guerras religiosas, brujas ahogadas, siglos de opresión- esta parece, en todo caso, una pérdida como mínimo discutible. En lugar de tantas Anunciaciones tendríamos más Apolos persiguiendo a Dafnes, más Muertes de Procris y más Baños de Dianas. Según casi todos los criterios, excepto los macabros y lúgubres de la sensibilidad puritana, una Afrodita saliendo de la espuma del mar a la orilla de Pafos es una imagen infinitamente más enaltecedora de las ganas de vivir que un Descendimiento de la Cruz.
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