Dice en el diario El Mundo el historiador Felipe Fernández-Armesto, algunos de cuyos ensayos y columnas han aparecido con anterioridad en este blog, haber encontrado el mejor
comentario escrito sobre la actual crisis económica. Lo curioso es que se
escribió hace unos 120 años. El autor fue Lester Ward, uno de los fundadores de
la tradición norteamericana de sociología y ciencias políticas. El pasaje que le llamó la atención reza así: «Nada resulta más evidente en las circunstancias
actuales que la incapacidad de los líderes del sector privado y capitalista de
mantenerse viables sin el apoyo del Estado. Y mientras que aquellos denuncian
lo que llaman paternalismo estatal -o sea, el reclamo del obrero indefenso y
del artesano pobre a participar en la inmensa protección del Estado- no cesan
de [...] demandar privilegios para ellos mismos y subvenciones para el alivio
de sus fracasos. [...] En lugar de seguir mimando a esta clase -lo que resulta
ser, a fin de cuentas, una especie de maternalismo- sería mejor practicar un
paternalismo abierto, digno, y honrado».
Felipe Fernández-Armesto, acuarela del gallego Miguel Angel Fernández
Ward expresó hacia 1892
algunos de los problemas claves de la economía actual: la plutocracia desenfrenada,
la falta de reglamentación eficaz del sector financiero y la potencia política
que permite a los capitalistas abusar de las subvenciones públicas y explotar
los sacrificios de los accionistas y pecheros. Los males que Ward denunciaba en
su día son los mismos que, por desgracia, nosotros conocemos hoy: la obsesión
por el dinero, el enriquecimiento demasiado fácil, el delirio de la bonanza,
las especulaciones bursátiles e inmobiliarias, las inversiones arriesgadas, los
jefes de empresas que se pagan salarios obscenos y manipulan las acciones, los
vendedores de bienes ilusorios, los gobiernos que se someten a las demandas de
los oligarcas, la distancia insoportable entre la riqueza de los peces gordos y
la flaqueza de los pececillos pobres.
Hemos llegado a este callejón
sin salida siguiendo un camino histórico bien señalado. La gran debacle de 1929
impulsó a los gobiernos a intervenir en las economías. Los argumentos de Keynes
y la crítica socialista se combinaron para nutrir un ambiente dispuesto a favorecer
la política intervencionista. Hasta en EEUU, el país del capitalismo sin par,
se introdujo el New Deal. Mientras tanto, las guerras de la primera mitad del
siglo XX acostumbraron a todos a soportar un Estado de mando riguroso, que
controlaba los medios de producción, racionaba los productos de consumo,
organizaba la vida diaria, censuraba la prensa y llamaba a filas a la población
entera. En la posguerra las utopías parecían accesibles: los gobiernos pagarían
el paraíso y los tecnócratas redactaban los planes. El símbolo eran las enormes
viviendas erigidas por la arquitectura racionalista, máquinas para habitar
edificadas con entusiasmo para abandonarse luego con repugnancia. Esas utopías
de una sociedad insostenible han terminado, en su gran mayoría, derribadas,
ruinas de un proyecto inmenso y fracasado.
En casi todo el mundo, en los
50 y 60, los presupuestos públicos se aceleraban sin brida ni estribo. Las
burocracias se engordaban. Pero la felicidad quedaba estancada. En
Escandinavia, modelo de la planificación socialdemócrata, salieron la
escandisclerosis y las utopías suicidas. Si parecía que las economías más
controladas, en los países comunistas, lograban progreso y prosperidad, era
sólo por arte de la propaganda mentirosa de sus dirigentes. Poco a poco el
mundo iba dándose cuenta de que los sistemas sociales y económicos son
caóticos, océanos inestables donde viento y marea dan bandazos imprevistos y
los planes naufragan.
El caos, mientras tanto, se
desvelaba en estudios científicos -en 1972, de Edward Lorenz y en 1974, de
Benoît Mandelbrote- como la estructura básica de los sistemas meteorológicos y
fractales y tal vez del mismo universo. En los 70 la crisis del petróleo
inauguró una época temible de inflación de precios y estancamiento de productividad.
Los fracasos de las economías soviética y maoísta eran cada vez más claros.
Pero los economistas ortodoxos no tenían otra solución que intentar controlar
los precios y salarios. Resultó imposible. La inflación vino a ser el monstruo
del mundo, devorando los ahorros, esparciendo ruina y terror.
Recordamos las frases
definidoras de la nueva época. «La codicia es buena» fue el lema de Gordon
Gekko, personaje de la película Wall Street (1987) interpretado por Michael
Douglas. «Sólo paga impuestos la gente menuda», proclamó la millonaria
fraudulenta Leona Helmsley en 1989. «Sí que existe una lucha de clases»,
comentó Warren Buffet, el hombre más rico del mundo, «y gana la mía».
El peligro que representaba el
capitalismo irresponsable era evidente. Pero los gobiernos no le hicieron caso
hasta 2008, cuando el colapso de parte del mercado inmobiliario en EEUU inició
una crisis mundial. Medidas de austeridad anularon la prosperidad de la gran
época de consumismo implacable. En términos generales, la respuesta de los
gobiernos ha sido confusa, intentando hacer juegos malabares con estrategias
contradictorias, manteniendo la trayectoria clásica de la austeridad con toques
de keynesianismo.
Así que el siglo XXI ha
empezado con una fiebre del oro que recuerda a la época de Lester Ward a principios
del XX. Él vivía la gran época del darwinismo social, cuando el principio de la
lucha como base del progreso se proclamaba en Occidente y se aceptaba en el
mundo entero. Pero Ward conocía profundamente lo que era la competitividad, y
por tanto la odiaba. En su juventud había sido un pionero de la frontera
norteamericana, viajando con sus hermanos en una «carreta entoldada» para
intentar labrar la dura estepa de Iowa. En la guerra civil norteamericana
sufrió tres graves heridas. Desafió a la pobreza de su familia, trabajando para
pagar los gastos de su carrera universitaria. Apreciaba las colaboraciones más
que la competitividad.
Ward era un liberal en el
sentido estadounidense de la palabra: quería que el Estado controlase las
desigualdades del capitalismo, mientras intentaba redimir la libertad humana de
las fuerzas inmensas, impersonales y determinantes con las cuales la izquierda
asustaba a la sociedad. Militaba en lo que hoy llamaríamos el mercado social,
un término medio teórico entre el capitalismo desenfrenado y el control
inflexible. Por lo visto, ya hemos logrado ver el mérito de la teoría pero no
sabemos ejecutarla. El siglo que empezó con las amonestaciones de Ward
experimentó un ciclo de ajustes y reacciones entre extremos sin lograr nunca un
balance justo. A juzgar por los precedentes históricos, nuestro nuevo siglo
será igual de confuso e igual de desastroso.
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